Una década flaca
7m

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Inéditos

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Una tarde de 1990 fui a tomar la leche a la casa de un muchacho que se llamaba Diego Grillo Trubba. No me acuerdo bien por qué, pero en la reunión había otra gente y el asunto tenía que ver con la literatura. Fue la única vez que vi a ese chico en mi vida, y después pasaron casi veinte años. Hace unos meses reapareció su nombre en mi casilla de correos: el mismo muchacho, ya grande, me invitaba a participar de una antología de cuentos que hoy publica Mondadori (sólo en Argentina, creo) y que se llama «Uno a uno».

En ese libro hay 19 cuentos, sospecho que de gente que también fue, alguna vez, a tomar la leche a la casa de Grillo Trubba. En la tapa del libro se asegura que todos los que escribimos allí somos narradores jóvenes. Por mi parte eso es mentira porque tengo casi cuarenta años y me duele muchísimo todo el cuerpo. Pero yo creo que ahora se le dice «escritor joven» a casi todos los escritores viejos que tienen blog, así que está bien.

Pero volvamos al asunto. La veintena de autores hablamos, únicamente, de los años noventa. La idea de que todos escribamos sobre lo mismo es una idea rara y se le ocurrió a Grillo Trubba hace un par de años. Creo que vive de eso. Y como a mí me pareció un oficio de lo más original, le dije que sí.

Así que el libro salió. Ayer u hoy, no lo sé bien porque vivo afuera. Y a raíz de ese asunto la semana pasada me pidieron un texto los del Diario Crítica (a mí y a cinco más), sobre los noventa. Sobre lo que representan para mí esos años.

Y yo le contesté a los del diario que, para mí, los noventa llegaron un año antes, en el ochenta y nueve, justo en el momento que Spinetta cantaba No seas fanática en los jardines de ATC, y la transmisión en directo se interrumpió para emitir discurso del ministro de economía, Juan Carlos Pugliese. En ese momento, cuando se cortó una canción y empezó la otra, en casa dijimos:

—Cagamos, los noventa.

Me acuerdo patente. En mi casa vimos una especie de luz azul que entró por la claraboya y de repente mi hermana adolescente se quedó embarazada, yo empecé a tomar cocaína como un chancho, Roberto puso una cancha de paddle y Chichita se hizo los claritos.

En aquel tiempo yo era otro. En muchos sentidos. Era más joven, era más amable, era muchísimo más soltero y también más inteligente. Pero había una diferencia visible: fue la época que más flaco estuve en la vida, o mejor, el único tiempo en que estuve flaco de verdad. Yo estaba en los huesos en los noventa. Mis amigos de siempre me seguían apodando El Gordo por inercia, pero mis amigos temporales, los que me habían conocido flaco, no entendían por qué yo respondía al apodo histórico:

—Flaco, ¿por qué tus amigos te dicen el Gordo?

Entonces yo mostraba con orgullo mi documento de identidad, cuya fotografía era la de un gordo precioso y sonriente, y todo el mundo se sorprendía del que había sido en los ochenta. Fue una época en la que disfruté del sobresalto ajeno: todas las personas que pasaban por mi vida se inquietaban al comprobar el desdoblamiento. Los históricos ponían su cara de incredulidad al verme tan angosto en directo, y los temporales se asombraban al descubrirme tan ancho en diferido.

Pero la delgadez me había quitado muchas mañas —les explicaba yo a los del diario—; sobre todo la gracia. Mis rutinas físicas ya no eran tan bien recibidas como antes, mis caras no parecían de goma, y mi forma chistosa de caminar no le resultaba hilarante a nadie. Me había convertido en un sujeto normal, y el mundo parecía no aceptar que un tipo flaco hiciera monerías de gordo.

La delgadez también me había acercado algunas ventajas: agilidad, seguridad, ropa elegante. Aquella fue la única década de mi vida en que usé la camisa adentro del pantalón. Y también corbata, porque me dedicaba al periodismo económico en una revista de management. Creo que llegué a ser jefe de redacción, nunca estuvo claro.

Durante esos años —flaco y elegante— descubrí unas cuantas técnicas que el gordo roñoso que soy ahora (y que había sido antes) no conocerá nunca. La más importante ocurrió una mañana, y fue sin querer. Había pasado la noche drogado y me amaneció el hambre en la cabeza. Un hambre voraz y primitivo. Como ya era de día me vestí para ir a la redacción y de camino pasé por una panadería de la avenida Santa Fe. Yo estaba de punta en blanco, hermoso. ¡Ah, qué bien me quedaban los trajes en los noventa! Pedí media docena de medialunas y una empleada joven las empezó a poner en una bandeja.

Cuando la chica me dio la espalda descubrí unas masas finas, bañadas de chocolate, sobre el mostrador alto de vidrio. Me comí una con rapidez, porque mis dedos de entonces eran dedos ágiles. Levanté la vista para tragar, y desde la otra punta del local una cajera vieja me observaba, muy seria. Cabeceé en forma de saludo y sonreí. Ella no. Entonces me comí otra masa fina, esta vez sin disimular, para dejarle en claro que la primera no había sido un error. Y ella no dijo nada.

Creí entender lo que estaba pasando. Sospeché que a un flaco elegante nadie podía recriminarle nada, ni lo bueno ni lo malo. Para confirmar la teoría, me acerqué a la cajera vieja y, sin bajarle la vista, agarré dos sanguchitos de miga triples que había sobre el mostrador. Uno de atún y lechuga, y el otro de algo rosa con pedacitos de huevo duro. Los doblé, los aplasté y me los metí en la boca.

Mastiqué durante cuarenta segundos con la mirada en los ojos de la mujer. Me atraganté y la cara se me puso borravino. Respiré con la boca abierta para recuperar el aire y seguí masticando hasta tragar. La otra chica también me miraba.

—¿Algo más? —me preguntó la empleada, con las medialunas en un paquetito.

Dije que no con la boca llena. La cajera seguía muy seria y me extendió el ticket. En el recibo no figuraban los tentempiés espontáneos, sólo las medialunas originales, el primer y único pedido formal. Pagué, esperé el vuelto y dije que muchas gracias.

Antes de salir a la vereda, me paré en seco. Abrí una vitrina de fondo y me metí en el bolsillo del traje tres o cuatro cañoncitos de dulce de leche. Por las dudas, me volví para observarlos a todos, a ver si había sido claro. Y sí, todos me estaban viendo robar a la luz de la mañana, en pleno centro de Palermo. Me observaban sin chistar, maravillados. Salí a la calle y el sol me pegó en los ojos. Respiré todo el aire que pude por la nariz.

Y entonces yo les explicaba a los del diario que los noventa habían sido, para mí, esa mañana.

Muchísima gente gorda y roñosa encerrada por un rato en cuerpos de involuntarios flacos elegantes, atracando una panadería de la calle Santa Fe. Un montón de tipos con la camisa adentro y olor a perfume caro que, sin embargo, siguieron manteniendo la costumbre de comer lo que no era suyo con la boca abierta.

Hernán Casciari