Cuando cumplí ocho años, Roberto Casciari me lo puso bien claro: "O tomás la Comunión o vas a Rugby", me dijo, "pero no te quiero los fines de semana durmiendo hasta las doce". Para la Comunión había que hacer un curso los sábados a las 10. Para ir a rugby, también. Las dos cosas eran con pantalón corto y no había que usar el cerebro, por lo que me costó decidir. Hoy hubiera optado por ser católico, pero en la infancia uno siempre se equivoca: elegí ser rugbier.