—Bienvenido… Los sábados parecen resultarle un buen día para estos encuentros.
—Dormir de noche es importante, y los viernes puedo dormir de noche. El sábado me parece un día real; me despierto y sale el sol, canta el pájaro Juan Carlos en el patio, puedo tomar mates sin la sensación de que otra vez todo terminó.
—¿De lunes a jueves, en cambio?
—De domingos a jueves me estoy empezando a cansar. Pruebe durante dos años levantarse y oír, antes que nada, la voz de Santo Biasatti que le cuenta, en síntesis, todo lo que pasó mientras usted dormía… La bohemia es buena hasta que le descubrís los defectos.
—¿Ha escrito algo?
—Debo reconocer que la sesión anterior me sirvió de mucho, por lo menos para soltar la mano. También me sirvió hablar con mi buen amigo de Luján sobre estas cosas.
—Eso siempre parece hacerle bien.
—Correcto. Que alguien me entienda minuciosamente siempre es bueno, sobre todo cuando yo mismo parece que dejé de hacerlo. A veces me digo: «Tranquilo, Jorge, porque vos viniste a este mundo a escribir», y no cambia nada. Me lo digo y es como si pasara un carro. Pero eso mismo me lo dice mi amigo de Luján y suena tan cierto que me reconfirma. Me dan ganas.
—Quizás es allí donde usted tiene un interlocutor válido.
—Correcto, allí lo tuve siempre.
—¿Y por qué entonces no lo utiliza a él, a Chiri, como parámetro?
—Suelo hacerlo, pero lo veo más como un colega que como un lector. No quisiera ser alguien que escribe para sus pares, porque ahí sí que me convierto en un escritor argentino. La literatura minuciosa, técnica, es fascinante concebirla, pero después es devastador que no la entienda mi papá y mi mamá.
—¿Habla de ellos en particular?
—No se haga el psicólogo. Hablo de las personas como ellos, los que no tienen a la literatura allá arriba, como algo primordial, ni siquiera importante; hay gente que ni siquiera tiene a la literatura ahí en el medio, como algo secundario, sino allá abajo como una cosa que ocurre cada tanto.
—Pero usted hablaba, en la primera sesión, de esos interlocutores como sujetos inválidos.
—Sí, eso es cierto. En realidad debí haber hablado del cuento como objeto inválido: la literatura escrita ya está caduca para esta clase de receptor. Y la culpa de esto parece ser de nadie.
—Caramba, ¿tendremos que hablar del Fin de Siglo también acá?
—No por favor, Dios no lo permita…
—Gracias. Por un momento pensé que la charla desembocaría en esas idioteces de panel.
—Vade retro.
—¿Y qué ha escrito, entonces?
—Quise soltar la mano. No hice nada serio, ni creo poder hacerlo todavía. Tengo la historia para un cuento; creo que es interesante porque tengo algunas cosas que decir al respecto.
—¿Lo comenzó?
—No, me cuesta horrores. Hice algo más lúdico, aunque tampoco avancé mucho.
—¿Sigue galponeado, en crisis aún?
—Estoy saliendo, creo. Ayer, por ejemplo, pasé la aspiradora en la alfombra. Hace un rato, a las siete de la mañana, baldeé. Pienso lavar el baño esta tarde. Eso habla de una recuperación.
—¿Qué cosas comienzan a devolverle la energía?
—Las ideas, algunos proyectos, saber que los papeles que escribí en el pasado siguen dando vueltas como por obra de un azar, sin que yo haya hecho nada por revivirlos.
—¿Habla del cuento que apareció el domingo pasado en Página 12?
—Correcto. Sentí que alguno de esos hijos míos pudieron sobrellevar el mogolismo de su concepción, y seguir vivos sin mí. Sentí respeto por ellos. Habían llegado más lejos que yo. En la época que yo escribí ese cuento, «Un Detalle Sin Importancia», tenía diecisiete años. En aquel momento yo era muy admirador de Página 12, casi que coleccionaba el diario. En aquellos tiempos, que mi cuento hubiera aparecido en ese diario me habría resultado una especie de triunfo. No ahora, claro; pero hace nueve años sí. Me sentí orgulloso de aquel muchacho que escribía ese cuento en una máquina, en un departamento de Almagro, mientras muchas personas a su alrededor conversaban a los gritos.
—¿Por qué?
—Porque sin saberlo ese muchacho estaba haciendo algo por su futuro. No tenía idea, pero escribía un cuento que una década más tarde lo ayudaría a salir de una crisis.
—«A cuántos horrores les habría sacado el cuerpo yo a su edad si lo hubiera sabido a tiempo», decía el personaje de ese cuento.
—Epa… Esas simetrías me gustan. Hoy estoy contento.