—¿Qué es lo primero que le viene a la cabeza?
—Es extraño: una historia de amor.
—¿Cuento, novela?
—Un cuento; cuando preparo hojas rayadas es porque se me antoja un cuento.
—¿Ya escribió algo?
—Nada; las historias de amor no me salen.
—¿Será por eso que quiere escribirlas?
—No, es porque quiero componer al personaje femenino que me gustaría encontrar.
—¿Y al final por qué no escribe?
—Por eso mismo, porque conozco la necesidad que me llevaría a hacerlo, y porque creo que no podría escaparle a los encuentros ocasionales o a una relación un poco incestuosa.
—No entiendo.
—Lo primero que pienso es un contexto para la historia, y se me aparece una calle, un hombre solo, una mujer joven y un poco rara.
—…una plaza, un hotel, ella que se desnuda de un modo natural…
—¿No ve? Se me aparece Abelardo Castillo. A usted también. Y eso me hace cambiar de rumbo, me pierdo.
—¿Y por qué tiene que pensar en un hombre solitario, en una mujer extraña? ¿No le resulta exesivamente literario?
—Excesivamente no se escribe así. Pero es verdad, me resulta denso, muy torpe.
—¿Y por qué enseguida el incesto? ¿Qué clase de incesto?
—Casi siempre sobrino joven con tía grande y pulposa.
—Un cuento caliente…
—No me joda… En realidad caigo en la cuenta de que quiero escribir la escena, no el cuento.
—¿Y eso no le pasará porque no pone atención a una historia, sino a una fantasía?
—Correcto, es por eso. Se ganó una Kenwood.
—Defina fríamente qué quiere dejar sentado en una historia de amor.
—¿Un story line?
—No más breve aún. La frase del afiche de una película.
—Ah, lo que usa Hollywood, dice usted.
—Exacto. Piense en películas en cartel. ¿Usted recuerda la frase de «La celebración»?
—Sí, dice «cada familia tiene su propio secreto».
—¿Y la de «Cuatro días en septiembre»?
—«Un secuestro puede cambiar la vida de una persona y el destino de una Nación.»
—¿Entiende? Esas frases son anteriores al propio story line. Y pueden resultarle un buen disparador.
—¿Se acuerda la frase de «El Llanero Solitario»?
—No.
—Era «no siempre se esconde un bandido detrás de un antifaz».
—¿Qué frase se le ocurre para una historia? ¿Qué quisiera demostrar?
—¡Qué bueno! «Demostrar» es la palabra correcta. Es como si esta frase fuera la hipótesis, y el cuento la tesis. ¿Cómo demuestro que no siempre se esconde un bandido detrás de un antifaz? Pues escribiendo la historia de un hombre solitario que debe hacer el bien sin mostrar su rostro por equis motivo. Y también que ocurra en el llano, para no gastar en escenarios. Está muy bien.
—Entonces llamémosle «la hipótesis». ¿Cuál tiene a mano?
—Nada… Estoy en blanco, no se me ocurre.
—¿Sabe por qué usted escribió «Diario de amor durante una catástrofe»? Porque tenía una hipótesis. Piense en la frase.
—Sería… algo así como… No, las que se me ocurren son muy cursis. Diga una usted.
—¿No le importa que sea cursi?
—No, para eso está usted.
—«Nada duele más que lo que le duele a uno» ¿Qué le parece?
—Yo no había agarrado para ese lado. Ni siquiera me parece cursi, me parece muy bien.
—¿Para dónde había agarrado usted?
—Para el lado del amor, qué se yo… Algo como «cuando te está dejando una mina no podés tener conciencia social».
—Es ridículo plantearlo así, pero en el fondo es lo mismo. Ya lo decía Vallejo, ¿se acuerda?
—«Tú no tienes Marías que se van», sí.
—Ahora usted parece excitado, en el buen sentido.
—Es que le estoy encontrando el porqué a estas conversaciones.
—Mejor. Pero volvamos al tema.
—Correcto.
—Sus hipótesis deben ser anteriores al cuento. La hipótesis de Caperucita Roja debería ser «hagas lo que hagas, no hables con extraños», y no, en cambio, «llevarle comida a tu abuela puede ser peligroso».
—A mí esta última me parece buenísima.
—Pero no como disparador creativo. Está «abuela», «comida» y «peligro». Estamos intentando que usted enfoque lo que quiere contar, no estámos haciendo la publicidad de vía pública de una película.
—Tiene razón, pero el juego es divertido.
—¿Podríamos volver al ejercicio?
—Sí, perdón.
—Con «hagas lo que hagas, nunca hables con extraños» podemos escribir «Caperucita Roja» pero Abelardo escribió «El candelabro de plata».
—Yo no creo que la hipótesis de «El Candelabro de plata» sea exactamente esa.
—Yo tampoco. Pero puede servirnos de disparador para escribir esa historia.
—Ah, eso sí.
—¿Cuál cree que es la hipótesis de «El candelabro de plata»?
—«El bien y el mal son una misma cosa».
—Perfecto. ¿Y quiere que le diga por qué lo descubrió tan rápido?
—Porque es evidente.
—No. Porque esa es una de sus hipótesis.
—¿A ver?
—Hasta ahora, en su literatura hay solamente dos hipótesis.
—Yo creo que tengo más.
—El que arma las estructuras soy yo, y son dos. Fíjese: en la mitad de sus cuentos usted intenta demostrar que «el bien y el mal son una misma cosa».
—Correcto…
—Para su otra mitad de cuentos tiene una hipótesis que repite hasta el hartazgo.
—Sí…
—Sabe de cuál le hablo, entonces.
—«Una mujer advierte que yo daría todo por ella, e intenta confirmarlo hasta destruirme».
—¡Muy bien!
—Pero tengo otras historias también.
—No. No tiene otras historias. Reflexiones o ensayos puede ser. Pero historias, no.
—¿Sabe que tiene razón? Es realmente patético, siento vergüenza…
—En su literatura, usted lo perdona todo, menos que una señorita no lo quiera a usted.
—Bueno, sí, ya lo entendí, no se ponga tan enfático. ¿Qué quiere? ¿Qué haga una conferencia de prensa y pida perdón en público?
—No. Quiero que se dé cuenta que está trabajando con pocas hipótesis y que ni siquiera cree en ellas…
—No se altere.
—¿Cómo va a cansarse de oírse (como me confesó uno de estos sábados) si usted no se oye?
—¿Y qué tengo que hacer?
—A estas alturas ya lo sabe, no se haga el tonto. Dígalo. ¿Qué debería hacer?
—Encontrar hipótesis que pueda defender.
—¿Y qué más?
—¿Reescribir toda mi obra?
—No, boludo, en serio.
—Que cuando encuentre nuevas hipótesis, no se contradigan entre sí.
—¿Y qué más?
—Creer en ellas.
—Ok. Ahora escríbalo mil veces en la pizarra.