A veces es finlandia
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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El catorce de noviembre de 1995 maté sin querer a la única hija de mi hermana haciendo marcha atrás con el auto. En realidad, choqué contra un tronco, pero pensé que había matado a mi sobrina de tres años. Y esos diez segundos fueron los segundos más intensos de mi vida. Fueron diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible iba a ser un infierno interminable.

Yo había viajado a Mercedes a festejar el cumpleaños ochenta de mi abuela, por eso me acuerdo la fecha. Era un asado en la quinta. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a mi viejo para ir a llevar un reportaje al diario. Me subo al auto, vigilo por el espejito que no haya chicos dando vueltas y hago marcha atrás. Entonces siento el golpe, ¡ta!, contra la parte de atrás del auto, y se para el mundo para siempre.

A cuarenta metros —yo los estoy viendo—, en la sobremesa del asado, mi hermana se levanta y grita el nombre de su hija.

—¡Rebeca!

Mi vieja o mi abuela, no me acuerdo cuál de las dos, también se levanta y grita:

—¡La agarró, la agarró, la agarró! Entonces yo aprieto el volante y me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era. Lo supe inmediatamente.

Supe que mi sobrina de tres años estaba atrás del auto, supe que a causa de su altura yo no habría podido verla por el espejo. Y pensé, en ese momento pensé: «Ojalá que el Negro me mate». El Negro es el papá de la nena, mi cuñado. «Ojalá sea tan grande su enajenación de padre que, cuando llegue y vea el cuerpo sin vida de su hija, me agarre del cogote, me saque del auto y me empiece a pegar». Yo me hubiera dejado pegar hasta la muerte. Ojalá me hubiera matado. «Ojalá que el Negro me mate», pensé. «Ojalá que me mate y no me deje la opción de tener que suicidarme solo yo a la noche con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas, me escaparía a Finlandia».

Yo tenía casi veinticinco años esa tarde, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato (sin querer) a mi sobrina de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones, de todas las casas en las que yo podría haber sido feliz en el futuro.

Lo pienso de esa manera porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar. En esos diez segundos en donde el tiempo real se rompe, literalmente, descubro con nitidez que mis únicas opciones (si mi cuñado no me hace el favor de matarme) son las de escaparme.

Huir, sobornar a alguien y escaparme a Finlandia. ¿Se dan cuenta de lo que estoy diciendo? ¿Se dan cuenta? Acababa de destruir la vida de mi hermana y yo estaba pensando en mí.

Van cuatro segundos, todos corren hasta el auto y lo que más me duele, tal y como están las cosas, es que no voy a poder volver a escribir en Finlandia, no voy a poder volver a reírme.

Esos fueron los diez segundos más largos de mi vida, fueron eternos. Hasta que alguien llegó a la parte de atrás del auto y vio que era un tronco, y todos se olvidaron del asunto. Todos volvieron a la mesa diciendo «baaah».

Nadie se acuerda de esta anécdota. Ninguna de las personas que almorzaban esa tarde se acuerda de esto. Nadie tuvo pesadillas con esas imágenes, solamente yo me desperté transpirado durante años enteros cuando esos diez segundos volvían, de noche, sin el final feliz del tronco.

Para ellos no pasó nada más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera. Nada malo pasó esa tarde… ¿Por qué, entonces, yo me sigo acordando de cada segundo? ¿Por qué algunas noches me despierto y siento que me falta el aire, y me acuerdo como real el frío de un departamento en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y del exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de matarme?

Yo creo que es la fragilidad de la paz lo que nos da escalofríos. Lo frágil que es la paz. Ahora, esta noche, nosotros estamos en paz. Nosotros acá, en el estudio, estamos en paz. Ustedes, en casa, están escuchando un cuento en paz. Pero es todo tan frágil.

Es la velocidad infernal de la desgracia que acecha como un águila en la noche la que sigue ahí, escondida, vigilando, para robarnos todo. Es la velocidad infernal de la desgracia que nos deja agarraditos a un volante, pensando que la única opción es morirnos solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.

Por suerte, por suerte, casi siempre es un tronco, y entonces vivimos en paz. Pero todos sabemos (por abajo de la risa, y del amor, y del sexo, y de las noches con amigos, y de los libros, y de los discos), todos sabemos, que no siempre es un tronco.

A veces es Finlandia.

Hernán Casciari