A mí me decían El Gordo Boludo
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Pausa

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España, decí Alpiste

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Dos tragedias similares, aunque con desenlaces distintos, ocurrieron ayer en Argentina y España a causa de la tradicional costumbre que tienen los adolescentes de burlarse de los compañeros de aula más introvertidos o estúpidos o deformes. En Buenos Aires, un nerd asesinó a cuatro compañeros; en San Sebastián, un chico que siempre era blanco de las burlas saltó desde un sexto piso y se mató.

Como todo el mundo sabe, no hay nada más cruel que un chico entre los 12 y los 16 años, aburrido de aprenderse de memoria el nombre de los ríos y con ganas de redefinirse en la vida. La escuela, ese hábitat que en apariencia fomenta la sociabilidad y otros valores humanos, es, en realidad, el sitio adecuado para aprender a hacer chistes de mal gusto y ponerle sobrenombres humillantes a los compañeros raros.

Cada vez que ocurre una tragedia a causa de las burlas, los medios de prensa y la televisión comienzan a desempolvar las claves de la solución final de estos males. Siempre que escucho estas opiniones apresuradas, me da por pensar que las personas que las propician han olvidado completamente su época escolar. No recuerdan nada.

Escuchaba ayer a un sicólogo, en un noticiero español, brindando a los jóvenes algunas pistas para lograr que los más fuertes no se burlen de los más débiles en el aula. Aconsejaba al resto del alumnado «dar parte a los profesores cada vez que notaran alguna de estas prácticas». Es decir, el sicólogo aconsejaba abiertamente el buchoneo (en español: chivatazo), sin recordar que ésta es una de las características de debilidad que más odian los fuertes del curso.

Los adultos que, asombrados, se preguntan por qué los adolescentes fuertes humillan, golpean y ridiculizan a los adolescentes débiles, desconocen que esta actividad no es exclusiva de las aulas. Incluso se da con mayor frecuencia en la ONU que en los colegios.

En casi todos los campos de la educación, padres y maestros tienden a culpar a los alumnos de fallos que son inherentes a la condición humana general: el joven no estudia, prefiere la trampa al esfuerzo, no lee, se burla de los más débiles, recurre a la violencia con asombrosa facilidad. ¿Es realmente éste el identikit de la juventud, o es el curriculum de Bush, o es la descripción de un padre promedio, o es la ficha técnica de uno de los miles de maestros mediocres que pueblan las aulas?

Si el lector tiene un hijo entre los 12 y los 16 años, creo que es recomendable que descubra, antes que nada, si el chico es un estúpido. Objetivamente, sin engañarse ni mezclar el veredicto con mantos de piedad o de amor. A mí me daría muchísimo miedo, por ejemplo, que en el futuro la Nina no supiera responder con creatividad a un insulto. No me alarmaría que fuese una alumna mediocre, pero sí que no tenga reflejos dialécticos para interactuar ante la crueldad del entorno.

Pequeño instructivo para padres, profesores y opinadores de medios de prensa: hay tres clases de alumnos, y ellos mismos se encargan de etiquetarse tan pronto llegan al establecimiento escolar: están los que se sientan adelante, los que se sientan en el medio y los que se sienta atrás. Parece demasiado general, incluso un estudio de campo torpe, pero no falla.

Con este mustreo, no es complicado saber que, si alguien va a suicidarse, será uno de adelante; si alguien va a matar a todo el mundo con una pistola, será uno del medio; y si alguien tendrá la culpa de todo según los ojos miopes de la sociedad, serán uno de los de atrás.

El profesor no debería sentirse satisfecho si los de adelante escuchan atentamente la clase. Debería saber que eso no se llama ‘escuchar’: eso es timidez, introversión o pánico. Lo que debe intentar un maestro es entretener a los del fondo. Por supuesto que para eso hace falta creatividad y pasión por el deporte. Pero logrado esto, el resto ‘débil’ de la clase se sentirá a salvo de sus verdugos y podrá participar, ya no desde el terror, sino desde la confianza.

Cada vez tengo más claro que los opinadores mediáticos que hablan de lo que debe hacerse con la educación han sido, de jóvenes, alumnos indefensos y humillados que se sentaban en los primeros bancos y aprendían de memoria ríos y fechas. Gente que no tuvo siquiera el valor de suicidarse o la prepotencia de matar. Y por eso, por pura mediocridad, ahora aconsejan desde la venganza y el rencor fórmulas imposibles.

Es necesario, sospecho, que la educación moral (la que brindan sobre todo los padres) aporte herramientas útiles, y no valores de un mundo que ya no existe. Junto a la solidaridad, habría que inculcarle al niño un poco de ironía. A la vez que honestidad, algo de malicia. Al mismo tiempo que amor por la verdad, pasión por la fábula y la exageración. A los hijos y a los alumnos no sólo hay que educarlos: también es preciso curtirlos.

A un chico hay que enseñarle a reírse de sí mismo, antes que a realizar cálculos matemáticos con logaritmos. Nadie que sepa reírse de sus propias desgracias se suicida o mata porque le digan «rengo» «narigón» o «cuatroojos» durante doce años ininterrumpidos. A mí me decían «El Gordo Boludo», y nunca intenté, por eso, coquetear con la muerte.

Lo que sí me generaba era angustia oral.

Hernán Casciari