Adelantados éramos los de antes
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Charlas con mi hemisferio derecho

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Hace veinte años mi amigo el Chiri y yo descubrimos, por casualidad, que la mejor manera de caminar es hacerlo como un mono que, mientras trota, se estuviera convirtiendo en avestruz. Esta forma de andar es mucho más cómoda y veloz que la manera habitual, y a todas luces menos cansadora. Con el Chiri solíamos dar largos paseos utilizando este método de tracción, a la vez que nos preguntábamos: «¿Por qué la gente no se desplazará así, por qué todo el mundo ha elegido la variante más difícil?». Dimos con la respuesta en 1991, cuando nos llevaron presos a causa de caminar distinto.

Pero antes de seguir leyendo es necesario, lector, que hagas un alto y ensayes una breve caminata por tu propio living, siguiendo unas mínimas instrucciones, con el objeto de que entiendas —no en la teoría sino en la práctica— las ventajas de nuestro hallazgo motriz.

Ponte de pie; relájate. Olvida las convenciones sobre el modo de andar que te han transmitido tus padres o tutores, abre las piernas un poco, agáchate cual si quisieras alcanzar una revista en la mesita ratona (no más), deja caer los brazos como dos pesos muertos, olvídate del qué dirán; ubica toda tu energía corporal en la cabeza hasta que ésta te pese en los hombros, levanta con sutileza los talones como si estuvieras en la punta de un trampolín olímpico, y comienza a dejarte caer de cabeza hacia delante.

En este punto, deja actuar a la naturaleza: darás un primer paso instintivo para no romperte la crisma, y ese primer paso generará otro, y otro, y otro más. ¡Ése es el ritmo: memorízalo! Comienza a caminar de ese modo, como si todo el tiempo estuvieras a punto de caerte de boca al suelo; no midas la velocidad: tu cuerpo sabrá controlarla; no mires más que al frente, no hagas nada con los brazos: déjalos bambolearse en el caos de su propio vaivén.

Camina así por toda la casa durante unos minutos hasta que entiendas qué libre te sientes, ¿lo ves, lo ves?, sigue andando así por la cocina, vé hasta el patio, cambia mosaico por césped, moqueta por madera, ¡sé creativo!; descubre por ti mismo cuán rápido llegarías al trabajo de esta forma, o a la casa de tu novia, o al banco a hacer un interdepósito.

Ahora siente tu respiración, reconoce tus jadeos; ¿te oyes respirar, verdad? Bien, muy bien… Entonces en vez de exhalar el aire, grúñelo; primero despacio, después como te dé la gana; camina y gruñe, y vé de un lado al otro de la casa hasta que notes que no hay cansancio; ¡vamos! refunfuña y camina como si no hubiera más nada que hacer en el mundo; no tienes fin ni principio, no hay nada que pueda detenerte: ¡camina y gruñe, amigo mío, hasta que por fin comprendas que es ésta, y no otra, la verdadera forma de caminar de tu especie!

Ahora regresa a la máquina como si no hubiese pasado nada. Sigue leyendo en calma; disimula la excitación.

 

Doy por hecho que todos ustedes han seguido las instrucciones y que ya han sentido en la propia carne la importancia de este descubrimiento motriz. Lo sé: el método es insuperable, y se percibe con claridad (mientras nos trasladamos de este modo) que todo andar anterior había sido un malentendido, una costumbre errónea, una torpe convención colectiva. Sin embargo, tenemos por delante un grave problema moral.

Durante los cinco años que caminamos así (del verano de 1986 al trágico otoño del 91), el Chiri y yo perdimos a todos nuestros amigos. Los vecinos que antes nos saludaban ahora se cruzaban de vereda al vernos aparecer; a nuestros padres los llamaba día por medio la directora de la escuela; nos costaba intimar con chicas; y casi nadie quería vendernos porro. Es decir: llegábamos velozmente y sin cansancio a todas partes, pero no nos dejaban entrar a ninguna.

Éramos conscientes de la importancia de nuestro descubrimiento, sí, pero también de la enorme fuerza de la hipocresía social que nos rodeaba. Como muchos otros adelantados a su tiempo, fuimos rechazados hasta por la propia familia. Recuerdo, aún con dolor, una conversación entre Chichita y Roberto que escuché sin querer una noche al volver a casa:

—¿Hasta cuándo le va a durar la edad del pavo? —se preguntaba mi madre.

—No es pavo, es puto —sospechaba papá.

En el hogar del Chiri ocurría algo similar: tampoco sus padres creían en mí, al punto de que le prohibieron a su hijo ir conmigo por la calle, por lo que el Chiri debía descolgarse por la ventana de su cuarto para realizar nuestras caminatas, convirtiéndose de este modo casi en un mono completo.

En el año 1989, al acabar la escuela secundaria, nos fuimos a estudiar a Buenos Aires y percibimos —en la gran urbe— un notable cambio de mentalidad. En las estaciones de trenes (Retiro, Constitución y Once, por ejemplo) al caminar utilizando nuestro sistema, algunos pasajeros nos daban monedas y hasta billetes de diez australes. De este modo descubrimos que aquello que las personas de pueblo entienden como «edad del pavo», el hombre urbano lo considera malformación. Este hallazgo nos hizo dar un giro en nuestras investigaciones, y también nos proporcionó un ingreso extra.

El problema más común en las grandes ciudades anónimas ya no es el qué dirán (como nos ocurría en Mercedes) sino los perros. El can de ciudad siente una extraña seducción primitiva al ver al humano caminar diferente. Por alguna razón, los perros porteños barruntaban, al vernos, que éramos sus repentinos líderes y comenzaban a seguirnos, con cautela pero sin tregua, hasta el fin de nuestros trayectos, cuestión que se tornaba incómoda cuando la jauría superaba la docena.

Un día el Chiri volvió al departamento desde la Kennedy (donde cursaba sicología) seguido por quince galgos vagabundos enloquecidos. Cuanto el Chiri más gruñía, los perros más aullaban. Me dijo mi amigo, agotado, al emerger del ascensor:

—Mañana me vuelvo en taxi.

 

Aquellas palabras fueron el lento principio del fin. ¿Qué sentido tenía haber descubierto un modo nuevo de locomoción personal, si debíamos usar el taxímetro para disimularlo? Durante un tiempo seguimos caminando así, pero sólo por las noches y algunos domingos. Frente a amigos, señoritas y profesores, sin embargo, careteábamos verticalidad.

Entonces ocurrió lo peor. Fue una madrugada de mayo del año 1991; el Chiri y yo paseábamos tranquilamente por las cercanías de la plaza del Congreso, cuando vimos de reojo que dos policías comenzaban a caminar detrás nuestro. Ellos también a pie, pero del modo tradicional.

—Me parece que nos sigue la yuta —me dijo el Chiri, en medio de un gruñido.

—Nosotros somos más rápidos —repliqué sin voltearme.

El Chiri, sin embargo, comenzó a dudar:

—Jorge, paremos —me dijo sin dejar de caminar—. Ya están yendo medio al trote, como en la maratón olímpica.

—Ellos a su método, nosotros al nuestro. Vamos a ver quién gana. Además no es ilegal caminar distinto.

—Eso es verdad: no pueden detenernos por esto.

Nos equivocábamos.

Un minuto después de la última frase ya nos habían apuntado, ya sabían dónde vivíamos, qué estudiábamos, ya nos habían encontrado la bolsita en el bolsillo, y ya nos estaban llevando a la seccional 33. Estuvimos once horas detenidos, mientras averiguaban nuestros antecedentes en La Plata (porque aún teníamos documentos de provincia). Nos liberaron ya muy entrada la mañana, y el propio comisario se quedó en el zaguán de la comisaría vigilando:

—O se retiran normalmente, o se vuelven para adentro —nos amenazó.

Doblamos la esquina erguidos, quizás hasta demasiado erectos, como si fuéramos dos conchetos abstemios, como si tuviéramos un pulovercito amarillo atado a los hombros, sacando pecho, y muy serios. Y así seguimos hasta hoy: erguidos y concientes de nuestra derrota moral, conocedores de la humillación galileica; allí supimos que la verdad, en este mundo capitalista, vale menos que la apariencia.

—Nosotros tenemos el método —dijo Chiri aquella mañana—, pero ellos tienen las pistolas.

Y esa fue la última conversación que tuvimos sobre nuestro invento.

La última hasta hoy, claro.

Esta mañana el Chiri me llamó por teléfono eufórico. «¡Poné la CNN!», me dijo. A doce mil kilómetros de distancia el uno del otro, sintonizamos el mismo canal por cable y allí estaban ellos.

Se trata de una familia turca al completo. Viven en la región kurda, a contramano del mundo, con vestimentas rústicas y rostros curtidos por el sol. Caminan como lo hacíamos nosotros a principios de los noventa, un poco más adelantados —tal vez— pero con idéntica irreverencia y la mismísima ilusión; ellos incluso apoyan las palmas en el suelo («¡cómo no se nos había ocurrido poner las palmas así, es todavía mejor!», me decía el Chiri al teléfono).

Nos quedamos largos minutos viendo las imágenes de la tele, y escuchando al periodista: «Se trataría de un acontecimiento evolutivo puntual, como ya propusieron en su día los biólogos Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, y no de una evolución gradual, como tradicionalmente sostiene la teoría darwiniana clásica», decía la CNN.

Son cinco hermanos (dos hombres, tres mujeres) que ni siquiera se inmutan con la presencia de las cámaras. Ellos siguen con sus vidas maravillosamente encorvadas, veloces y felices como algún día quisimos vivir nosotros.

—¡Teníamos razon! —gritaba el Chiri a través del teléfono— ¡Teníamos razón, Jorgito, y el mundo nos dio la espalda! —decía, y yo notaba sus gruñidos por detrás de la alegría, y sabía (como si lo viera) que había vuelto a caminar como dios manda.

Yo también comencé a pasearme por toda la casa en la posición vital, reencontrándome con la postura perdida; sin preverlo, las fosas nasales se me dilataron, las palabras me salían renovadas y salvajes al teléfono, los pasos eran cada vez más largos y el peso de la cabeza semejaba al de un globo de gas.

—Ya no estamos solos —le dije al Chiri entre gruñidos de felicidad—. Fueron éstos años horribles de fingir la frente alta, pero ya no es necesario seguir mintiendo. Podremos volver a caminar veloces, llegar otra vez a tiempo y sin cansancio, y ahora ya nadie habrá de señalarnos con el dedo, ya ningún agente de la ley nos detendrá. Cinco kurdos y la comunidad científica internacional nos avalan, mi querido amigo.

—Che —me interrumpe el Chiri al teléfono—. Mi hija está llorando.

—Sí, la Nina acá también. Creo que le doy miedo cuando camino así.

—No habíamos pensado en tener hijos cuando inventamos esto.

—No. Éramos jóvenes.

—Claro —dijo él, y lo oí repentinamente erguido.

Yo también saqué pecho, levanté la cabeza, se me alinearon los omóplatos. Nuestras hijas dejaron de llorar.

Y entonces empezamos a hablar sobre la lesión de Messi.

Hernán Casciari