«Ahora debería reírme, si no estuviera muerto», de Angela Carter
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Pausa

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Una vez hubo dos mujeres casadas que se trenza­ron en una disputa para ver cuál de las dos tenía un marido más imbécil. Como no llegaban a ponerse de acuerdo, al final decidieron que los pondrían a prueba para ver si realmente eran tan imbéciles como parecía. 

Una de las mujeres usó la siguiente maniobra para demostrarlo. Cuando el marido llegó a su casa des­pués del trabajo, ella agarró su rueca y se puso a hi­lar con paciencia una lana de oveja completamente imaginaria. 

Como no tenía nada entre las manos, el marido le preguntó si estaba tan loca como para pasarse tanto tiempo haciendo algo que no tenía sentido. 

Ella sonrió y le dijo que era bastante normal que él no viera nada, porque estaba usando un tipo de lana tan fina que no era perceptible por el ojo humano. Con esa lana tan genial y delicada le iba a hacer unas prendas nuevas para él. 

El marido se quedó feliz con la explicación, que le pareció muy buena, y se maravilló de haber podi­do dar con una esposa tan estupenda. Además, sentía muchísima alegría cada vez que pensaba lo bien que le iba a quedar a él una prenda tan delicada. 

Cuando su mujer hiló suficiente lana (según le dijo) para hacerle la ropa, desplegó el telar y empezó a tejer. 

Su marido iba a verla de vez en cuando, y seguía maravillándose de la depurada técnica de su esposa. A ella le divertía mucho toda la situación y se esme­ró en llevar a cabo a la perfección el plan que había preparado. 

Sacó el tejido del telar cuando acabó, lo lavó y lo preparó antes de sentarse a coser la ropa. Cuando ter­minó todo el proceso, llamó a su marido para que fuera a probarse la ropa nueva, pero no se animó a de­jarlo solo mientras se la ponía y se quedó a ayudarlo. 

De esta manera, le hizo creer que lo estaba envol­viendo en una ropa finísima, aunque en realidad el pobre hombre seguía desnudo. 

Pero él no se daba cuenta de nada, estaba conven­cido de que todo era una equivocación suya y de que su esposa le había confeccionado, en efecto, una ropa magnífica, y de tan contento que estaba se puso a dar saltitos de alegría.

Pasemos ahora a la otra mujer. Cuando su esposo llegó a la casa después de trabajar, ella le preguntó por qué estaba parado y caminando tan campante, como si nada. El hombre la miró intrigado y le dijo: «¿Por qué me preguntás eso?». 

Ella lo convenció de que estaba muy enfermo y le dijo que mejor se fuese a la cama. Él se lo creyó y fue a acostarse. Cuando pasó un cierto tiempo, la esposa le dijo que iba a avisar a la funeraria. Él le preguntó por qué, y le rogó que por favor no lo hiciera. 

Ella respondió: «¿Por qué te estás comportando así, como un imbécil? ¿No ves que te moriste esta misma mañana? Voy a ir ya mismo a la funeraria a comprarte un ataúd». 

Y entonces el pobre hombre, creyendo que todo era verdad, se quedó ahí quieto, esperando, hasta que su esposa volvió y lo metieron en el ataúd. 

Lo velaron. Después la mujer contrató a seis hom­bres para que cargaran el féretro hasta el cementerio y les pidió a otros dos que siguieran a su marido hasta la tumba. Antes pidió que abrieran una ventanita en un extremo del ataúd, para que su marido pudiese ver a todo el mundo. 

Cuando terminó el velatorio y llegó la hora de lle­varse el ataúd al cementerio, llegó el otro hombre, desnudo, pensando que todo el mundo se quedaría pasmado cuando viera la ropa nueva e increíble que tenía puesta. 

Aunque los que cargaban seriamente el ataúd es­taban compenetrados en la ceremonia, no pudieron contenerse y empezaron a reírse a carcajadas apenas vieron al imbécil desnudo. Cuando el supuesto cadáver también consiguió verlo a través de la ventanita, gritó todo lo fuerte que pudo: «¡Qué hombre imbécil! ¡Yo también me mori­ría de risa si no estuviese muerto!». 

El entierro se suspendió ahí mismo y dejaron que el muerto saliera del ataúd. Las dos esposas se dieron la mano y cerraron la competencia en un clarísimo empate.

Angela Carter
Una adaptación de Hernán Casciari