Mi jefe era un enano gay. Yo nunca en la vida había visto las dos cosas en el mismo ser humano al mismo tiempo. Se llamaba Narcís y tenía mayordomo, porque era un tipo de linaje. El papá era un duque, la mamá, que había muerto hacía poco, era una actriz famosa.
Trabajé con él dos meses, y nunca, jamás, me pagó el sueldo. Yo sabía, por el mayordomo (el mayordomo lo odiaba), yo sabía que el enano era un mentiroso compulsivo y un malcriado. Y además, que no tenía ni un peso.
Entonces un día, después de disfrutar muchas jornadas, me cansé y le dije que dejaba el trabajo, que una revista no se podía hacer sin diseñador, sin fotógrafo, sin imprenta, y me levanté para irme.
Él se puso intenso, se le aflautó la voz, dejó la gata de angora en el suelo. Me dijo que yo no entendía nada del negocio, que lo estaba dejando en mitad del río, justo cuando aquello empezaba a funcionar. Pegaba grititos, se sentía estafado. Y además quería pelea y yo no le daba pelea, yo me iba.
Cuando supo que no había vuelta atrás, dijo una frase que, durante mucho tiempo, a mí me hizo reír en el recuerdo. Narcís me gritó: «¡Vete a la pampa, guapa!», y era casi una película de Almodóvar. Después se fue a su habitación, prendió la tele y puso una película doblada a un volumen muy alto.
El mayordomo, que había visto el escándalo, me saludó y me dijo que las cosas siempre eran así con Narcís. Y yo caminé por el pasillo buscando la puerta de salida y, como tantas otras veces al irme de esa casa, vi de reojo al enano Narcís en su habitación.
Lloraba y murmuraba la misma frase entrecortada, «todos me dejan, todos me dejan», y a mí me partió el corazón.
Entonces, entré a su cuarto para hacer las paces (no era la primera vez que entraba a su cuarto) y me senté al ladito de la cama de él (eso sí era la primera vez). Él fingió no mirarme y siguió viendo la tele. Arriba de su cama había seis o siete videos en VHS con películas viejas que Narcís miraba todo el día sin parar.
Pude leer alguno de los títulos, estaba De aquí a la eternidad, otra que se llamaba Julio César, otra era Buenos días, tristeza. La película que estaba puesta en la tele se llamaba Tú y yo. Yo no me di cuenta de qué película era hasta que vi una escena muy famosa y le dije:
—Esta la vi, Narcís —se lo dije para romper el hielo—, esta en Argentina se llama Algo para recordar.
Él no me contestó nada, estaba ofendidísimo. Entonces le digo:
—¿Te gusta Cary Grant?
Y él me hizo que no con la cabeza, y señaló el televisor. Me dijo:
—Me gusta oírla a ella.
Y puso pausa.
En la pantalla quedó congelada la cara de Deborah Kerr. Y entonces me di cuenta de que las otras películas, las que estaban desparramadas sobre la cama, también estaban protagonizadas por Deborah Kerr.
Y antes de que pudiera sorprenderme, Narcís sacó la pausa y me dijo:
—Escucha su voz, es mi madre.
Y cerró los ojos para escuchar mejor.
A mí el corazón me empezó a latir cada vez más fuerte. De repente supe que había estado en esa casa más de un mes para que llegara ese momento. Y él me dijo, llorando:
—Mamá dobló a Deborah Kerr en todas sus películas.
Y a mí me dio vergüenza la cantidad de horas que yo había pasado en la pensión, intentando escribir una novela falsa. ¿Cómo carajo se me iba a ocurrir, ahí encerrado, el cuento de un mayordomo que cuida a un enano gay que oye la voz de su madre en las películas?
Sentí pena, muchísima pena, por todos los escritores que buscamos sin suerte historias en la imaginación, y me acomodé en la cama con Narcís. Y él, haciendo un poco de puchero, acurrucó la cabeza en mi pecho.