En la Calle de los Suspiros están las cámaras de un noticiero, entonces se camuflan entre un grupo de turistas. El guía turístico les dice: «A la pareja que acaba de sumarse le aviso que la visita cuesta mil pesos argentinos». Él dice que sí, todo colorado, y el guía les cobra.
Frente al faro intentan desprenderse del grupo, pero el guía les aclara que el almuerzo está incluido en la tarifa. Todo el grupo insiste para que la pareja se quede y ellos, resignados, se quedan.
Una vieja les hace preguntas. Ellos mienten. Dicen que se llaman Sandra y Rubén, los nombres más mersas que se les ocurren. Él dice que arregla computadoras. Ella dice que es ama de casa.
De pronto se pone fresco y como él no llevó abrigo (le dijo a su esposa que iba a Colombia en viaje de negocios) la vieja le ofrece una campera amarilla que alguien se olvidó. Él al principio se niega pero la vieja insiste y entonces se la pone. «Te queda pintada, Rubén», le dice la amante.
Almuerzan entre carcajadas y chismes de la farándula, y después de comer por fin se despiden del grupo. Él sigue con la campera amarilla puesta. Se olvidó de devolverla y tampoco nadie la reclamó. Cuando llegan al auto descubren que el baúl está forzado y que les robaron los bolsos con la ropa y los documentos.
Él putea a los ladrones y a ese fin de semana de mierda. Todo se fue al carajo. Discuten. Hacen la denuncia y consiguen que el consulado les habilite un par de autorizaciones para volver esa misma noche, pero el funcionario les dice que el auto se tiene que quedar.
Cuando atardece, embarcan en el buque. Dos viejos que toman mate frente a ellos les preguntan sus nombres. «Sandra y Rubén», dice él. Le resulta más cómodo seguir con la farsa. «¿De dónde son?», pregunta la vieja. «De Quilmes», miente ella. «¡Nosotros también!», dice el viejo y se ofrece a llevarlos en su auto. Ella acepta.
En el puerto de Buenos Aires los viejos se apuran para bajar. Él respira aliviado y le dice a ella, en la cola de la aduana: «¿Por qué les dijiste que nos lleven a Quilmes?». Ella le dice que se acordó que una vez fue a un hotel de Quilmes que se llamaba La Barraca y se le ocurrió que podían pasar la noche ahí.
«Quiero que estemos juntos», dice ella, «me da lo mismo dónde. Además, quiero que hablemos». «¿De qué?», pregunta él. Y ella le dice: «Estoy embarazada». Él se queda pálido. La gente empieza a empujarlos para que avancen. «¿Y acá en el Buquebús me decís que estás embarazada?», dice él, desencajado. Ella se pone a llorar. «Tranquila», le dice él, «va a estar todo bien».
Cuando salen del Buquebús el matrimonio de Quilmes los está esperando en la puerta, desde arriba del auto les hacen señas. Ellos se suben al asiento de atrás. «¿A dónde viven?», pregunta el hombre. «Cerca del hotel La Barraca», dice ella. El hombre conoce el lugar. Cuando entran a Quilmes pasan frente al hotel y ella elige una casa al azar. «Vivimos acá», dice y los dos se bajan en una calle de tierra, sin alumbrado.
Pero antes de despedirse, inesperadamente, la vieja se baja del auto y les pide pasar al baño. «Claro, claro», dice él. Se tantea nervioso los bolsillos de la campera amarilla y siente un ruidito metálico. Saca un llavero con tres llaves. «Me parece que esta no es», dice él, pero de todos modos prueba una llave en esa puerta que nunca vio en su vida. La cerradura gira. Y la puerta se abre.
Entre los dos tantean las paredes buscando el interruptor de la luz y después él abre un par de puertas hasta dar con la del baño. La vieja pasa apurada. Ellos esperan en el comedor, sin hablar.
Al rato, cuando la mujer sale del baño, se saludan y acuerdan volver a verse. La pareja se queda sola. Cierran la puerta y exploran la casa deshabitada. Entonces ven los adornos en las paredes. Unas carcasas de computadora sobre la mesa, una cuna flamante en un cuartito sin revocar. Ven una habitación con una cama matrimonial y, arriba de la cama, un espejo en forma de corazón con dos nombres tallados en cursiva que dicen: «Sandra y Rubén».