Un día decidió averiguarlo. La Navidad se acercaba y, como en el pueblito donde vivían había muchas iglesias pero ningún shopping, a la mujer se le ocurrió proponerle a su marido de que, a lo mejor, ella podía irse el fin de semana a la ciudad para comprar el regalo de los chicos. El marido, contentísimo.
La mujer llegó a la ciudad un viernes por la noche, en medio de una nevada tremenda. Buscó un hotel y durmió sola. Al día siguiente, se levantó temprano y compró los regalos. Después volvió al hotel, dejó las cosas y se cambió como para salir a tomar algo.
Terminó sentada en la barra de un bar cualquiera. Al lado suyo, un bigotudo con camisa hawaiana tomaba cerveza. Se pusieron a charlar y el bigotudo la invitó un par de tragos. La mujer le contó que era casada. Él, en cambio, no tenía familia. Así que tomaron algunos tequilas y, cuando ya estaban un poco borrachos, decidieron irse juntos.
La casa del bigotudo quedaba en un segundo piso. Parecía una casa abandonada: las paredes estaban peladas y había olor a pis de gato. Ni un solo adorno navideño a la vista. Había, eso sí, una música rara; una especie de villancico que retumbaba por toda la casa. «Es la vieja de abajo», le dijo el bigotudo mientras abría la ventana del living. «Está más sorda que una tapia y siempre pone la radio fuerte».
Tomaron vino, comieron algo y después fueron a la habitación. Mientras él la desnudaba, la mujer le decía que se sentía como Cristóbal Colón descubriendo América. El sexo no fue tan bueno: seis puntos.
Apenas terminaron, la mujer prendió la tele y se quedó mirando un documental sobre la Antártida: kilómetros y kilómetros de nieve, pingüinos luchando contra vientos bajo cero, el capitán Cook navegando en busca del continente perdido.
«¿Primero Colón y ahora el capitán Cook? Querida, vos tenés algo con los exploradores», le dijo el bigotudo.
La mujer se rio y le explicó que, de chica, las monjas del colegio le decían que el infierno era un lugar diferente para cada persona. Y que ella se lo imaginaba exactamente así, como la Antártida: un desierto frío, helado y eterno. Nada de fuego ni de azufre.
Se hizo domingo y la ciudad amaneció en medio de una ventisca terrible. La mujer se despertó apurada: tenía que volver al hotel para buscar sus cosas y tomar el tren. Pero el hombre empezó a besarla en el cuello y a suplicarle que se quedara un rato más. La mujer no pudo resistirse. Hasta que, de golpe, escuchó un cajón que se abría y algo que hacía un sonido metálico. Cuando quiso darse cuenta, el hombre ya le había esposado la mano derecha a los barrotes de la cama. «No te asustes», le dijo mientras le ponía una segunda esposa en la mano izquierda. «Te va a gustar».
Y tenía razón: esta vez el sexo fue increíble. Pero, cuando la mujer le pidió que le sacara las esposas, el hombre se empezó a vestir sin prestarle atención. Ella insistió. Después se asustó y empezó a gritar. Pero nadie podía escucharla porque los villancicos de la vecina sonaban cada vez más fuerte. El hombre le puso un trapo en la boca y le ató las piernas contra el elástico de la cama. «Me tengo que ir a trabajar», le dijo antes de salir, y desde la puerta le susurró:
«Te amo».
La mujer gritó y se sacudió, pero apenas logró hacer que el acolchado se cayera de la cama. Se quedó desnuda sobre el colchón, sintiendo un viento helado que empezaba a entrar a la pieza. La ventana del living quedó abierta, se acordó de repente, mientras afuera la nevada era cada vez más fuerte.
Al principio tembló. Pero, con el correr de las horas, el cuerpo se le fue entumeciendo por el frío: la sangre circulaba más lento por sus venas, el corazón se le achicaba. La mujer pensó en su marido y en sus hijos. No volvería a verlos. Tal vez nunca la encontrarían. Qué importaba. Ahora ella solo pensaba en el frío, en la Antártida y en el cuerpo de los exploradores muertos. Pensaba en el infierno… y en la eternidad.