«Blogger» por lo menos tiene doble consonante, y le da un cierto lejano prestigio. Pero «bloguero», en castellano, se parece a un insulto tropical. Me imagino a una madre cubana, o dominicana, diciéndole así al vago de su hijo:
—¡Pero no sea usted bloguero, vaya a trabajar!
La sensación que da la palabra «bloguero» es la de una persona que no encontró qué tiene para decir en Internet. Es una palabra hueca, vacía de oficio. Como más tarde lo serían «youtuber» o «instagramer».
La primera gran división entre los usuarios que utilizan redes sociales es la siguiente: por un lado, hay personas que usan un blog, o YouTube, o Instagram, por una razón puntual, porque tienen algo para decir; y, por el otro lado, hay personas que lo usan, pero todavía no saben bien para qué.
En el primer grupo (los que tienen cosas para decir), es un error llamarlos blogueros, youtubers o instagramers. Se llaman del modo que se llamaban antes de usar la herramienta: poetas, informáticos, periodistas, monologuistas, narradores, novelistas, humoristas gráficos, lo que sea.
Y en el segundo grupo sí hace falta una definición. Y entonces aparecen instagramers, o youtubers. Puede ser esa la definición. Se trata de personas que utilizan las herramientas porque existen las herramientas.
Ya después verán qué hacer con ellas.
A mí me pasó algo extraño con este asunto. Soy escritor desde los nueve años, porque esa fue la edad en la que escribí mi primer cuento y alguien lo leyó. Y soy periodista desde los trece, porque a esa edad me publicaron una crónica en el diario de mi pueblo por primera vez.
Desde que tengo memoria, cuando me preguntaban cuál era mi oficio, yo decía escritor, o decía periodista.
Así lo dije a los quince, a los veinte, a los veintisiete, a los treinta y uno; siempre con la misma seguridad, con la convicción de no estar mintiendo. Desde hace un montón de años, para escribir mis cuentos y mis historias yo uso las diversas herramientas de escritura que me proponen los tiempos: lápiz, cuaderno; tiza, pizarrón; lapicera, carpeta; máquina de escribir, folio A4; máquina de escribir eléctrica, folio carta; computadora, WordPerfect, formulario continuo, impresora de chorro, etcétera.
Nunca, en todo ese tiempo, a nadie se le ocurrió bautizarme cuadernero, ni pizarronero, ni carpetero, ni olivetero, ni wordperfectero, ni impresor de chorretero, mucho menos. El siglo veinte era maravilloso: no importaba dónde escribieras, ni en qué soporte; siempre te decían: «ahí va el escritor».
Pero a finales de 2003, intentando mantener mi equilibrio cotidiano con el progreso, empecé a escribir una novela online, y en vez de usar un cuaderno, o una pizarra, o una lapicera… usé un blog.
Y yo les puedo jurar que desde ese día empezó a sonar el teléfono en mi casa y la gente pedía hablar con un bloguero. Durante mucho tiempo mi nombre salía en la prensa precedido por la palabra «blogger», o «bloguero». Y me hacían muchas preguntas sobre blogs, y ninguna pregunta sobre lo que yo escribía. Y me pagaban para que escribiera blogs.
Las preguntas ya no eran «¿Cuál será su próxima novela? », o «¿Qué nuevo cuento está usted pensando ahora, señor Casciari?». No. Las preguntas eran: «¿Es tuyo el blog del perro que habla?», «¿Tiene pensado abrir otro blog?».
Mi vida se había convertido en un infierno. Años enteros estuve quemándome las pestañas para ser escritor, o por lo menos un cronista de mi tiempo, un observador de la realidad… y me decían bloguero.
Por suerte, por suerte, ese tiempo pasó. Ya no me dicen bloguero. Ahora soy el gordo ese que cuenta cuentos en Telefe. Y no sé qué es peor.