Unos meses después de su carta póstuma, recibí el correo de una madre valenciana, Alejandra, muy enojada conmigo. Me decía que su hija adolescente, de nombre Nery, se había enterado de la muerte de Basdala desde mi blog, y había caído en una depresión muy profunda. Parece ser que Nery y Basdala habían sido noviecitos de verano, en Alicante, y después de ese noviazgo fugaz, cada uno por su lado.
Y acá viene lo más raro: la madre también me decía en su correo que, después de enterarse de la muerte de Basdala, «Vimos a Basdala el pasado fin de semana en un centro comercial, vivito y coleando», me decía. Y me echaba a mí la culpa de lo que ella creía una broma pesada.
Yo primero pensé en un inmenso malentendido. Quizá hubiera dos seudónimos «Basdala». Pero Alejandra me daba, además, el nombre y el apellido del muerto que no estaba muerto. Y el nombre era Miguel Ángel. Demasiada coincidencia.
Esa fue la primera vez que yo dudé de la carta del chico muerto. No fue antes.
Hasta entonces, la historia de la muerte de mi lector no había pasado nunca por el colador de la sospecha. Era todo tan real en 2003, 2004. ¿Cómo iba a ser falsa, además, una carta tan sentida? Y, sobre todo, ¿cómo iba a hacerme llorar, a mí, una historia inventada, si en mi cabeza era yo, y nada más que yo, el único que estaba capacitado para fingir ser una vieja de Mercedes y engañar a los demás?
Con la información que me dio Alejandra hice una búsqueda muy simple en Google y descubrí que Basdala, nuestro Basdala, con su misma prosa diplomática y correcta, dejaba mensajes en docenas de foros y de blogs con fechas muy posteriores a su muerte. «Qué ingenuo soy», pensé, «y qué genio él. Qué hijo de una gran puta».
Lo que más me gustó de la estrategia de Basdala es que había preparado la trampa con mucho cuidado y con increíble destreza literaria.
Pero, sobre todo, lo admiré porque había hecho explotar esa bomba para hacerme caer solamente a mí, al mentiroso, al que se hacía pasar por una vieja mercedina. Y porque, después de triunfar con su engaño, no le hizo falta alardear ni me llamó por teléfono para decir: «Te cagué». No hizo nada, eso es digno. ¡Es digno!, pensé.
Hay un valor agregado de nobleza en las victorias cuando no llevan firma. Y Basdala, o como carajo se llame, nunca había buscado la gloria personal.
Necesité con urgencia escribirle para mostrarle mi admiración. En la búsqueda de los datos encontré su mail. Y le escribí allí mismo, en caliente, pensando que jamás me iba a contestar. Le puse: «Sos un genio». Y me equivoqué de nuevo: recibí su respuesta al toque. Basdala siempre, en toda esta historia, estuvo diez metros por delante.
Recibí su respuesta y supe que realmente escribía muy bien. De verdad tenía dieciocho años y se llamaba Miguel Ángel. Me dijo, con mucha humildad, que durante seis meses él había creído que Mirta era real. Que la llegó a querer como a una madre postiza, que él a los quince había perdido a su mamá, y que con el paso del tiempo descubrió que no había ninguna Mirta, que alguien lo había engañado, que un desconocido lo había hecho llorar con mentiras.
Me dijo que provoca una sensación horrible creer en alguien, confiar en las palabras de alguien, y descubrir después que ahí donde había una casa, una familia, una madre, en realidad no había nada.
Primero pensó en dejar de leer mi blog, pero eso le pareció, me dijo, «como perder seis meses de su vida sin beneficio », así me dijo, y que por eso una tarde se le ocurrió la venganza y la puso en práctica. ¡Un genio!
Mantuvimos una buena charla durante toda la noche. Me despedí de él con reverencias y lo felicité por jugar sus cartas en silencio. Me acuerdo que le dije:
—Si no hubiera sido por esa madre y esa hija que te vieron caminando por el centro comercial, yo nunca me hubiera enterado de nada. Es muy loable, Miguel Ángel —le dije— que no hayas querido firmar tu obra.
La respuesta de Basdala fue también su última línea de mail. Me dijo: —Entonces ¿también te has creído que existen Alejandra y Nery?