Casi enseguida me mandó un correo el propio ilustrador. Me preguntaba, en francés, cuándo me parecía bien que viniera a mi pueblo. Me contó que se llamaba Jeroen y un par de cosas más que no entendí. Googleé su nombre y apellido, un poco por miedo, y descubrí que era un ilustrador fantástico. Eso me tranquilizó.
Lo que vi fue un trabajo gráfico sobre Ruanda que me pareció alucinante. De hecho es un libro que me gustaría comprar: «Drie mandjes uit Rwanda», de Jeroen Janssen.
Como mi mujer sabe un poco de francés, y además me hace de filtro con la gente rara que se me aparece, le pasé el fardo a ella para que organizara el encuentro.
Los siguiente días mantuvieron un intercambio de correos muy francófonos y Cristina, durante un almuerzo, me hizo notar el malentendido:
—¿Tú sabes que el belga este se meterá en casa tres o cuatro días, verdad?
—¿Qué belga? —le pregunté yo, que suelo olvidarme de los problemas en el momento que mi mujer se hace cargo.
—¡El belga! ¡El que vendrá esta semana a dibujarte! Me dice muy suelto de cuerpo que estará aquí tres o cuatro días.
—¿Se va a quedar a dormir? —yo estaba alarmadísimo.
—Quiere que le consiga un camping aquí en Sant Celoni, porque te dibujará cuatro horas por día todas las tardes.
—¡¿Cuatro horas por día?!
—¿Pero tú no habías acordado ya eso con él?
—Qué sé yo —le dije—. Yo leí el mail y te lo pasé a vos. No entiendo el francés, desde el secundario que se lo vengo diciendo a todo el mundo. ¡No entiendo el francés!
—Pues ahora ya lo sabes. Hay un belga que está viniendo esta semana para aquí: te seguirá a todas partes donde vayas, dibujándote de arriba a abajo.
—Pero si yo nunca salgo de casa —le dije, asustado.
—¡Por eso te pregunto si ya sabes que se nos meterá un belga en casa, coño! —me respondió Cristina.
Y salió pegando un portazo.
No señor. Yo no sabía nada. Había leído aquel correo inicial con la ayuda del traductor automático y la verdad es que todavía no funcionan muy bien esas tecnologías. Yo pensaba que sería una sesión como la de los fotógrafos: una hora haciendo morisquetas en el escritorio y buenas noches.
Pero ahora la cosa se había complicado y ya era tarde para cancelar: el hombre ya había tomado su avión desde Bruselas.
Primera tarde
Pasé las vísperas con mucha angustia. Siempre me dieron miedo los compromisos, los extraños, las novedades y las cosas que duran demasiado. Y este belga era un pack con todas esas desgracias juntas.
Dos días después yo estaba durmiendo la siesta y sonó el timbre. Al rato mi mujer me zamarreó:
—¡Que está aquí el belga! —me dijo—. Ha llegado: es un hippie rubio de pelo largo, y lleva una mochila enorme.
—¿Le dijiste que estoy durmiendo? —susurré con miedo.
—Sí, le dije… Pero como es hippie no le importa, se ha sentado en el patio a pintar. Dice que te espera todo el tiempo que haga falta.
—¿Cómo que me espera?
—Que cuando tú te levantes para ir a trabajar, él te sigue.
Me puse el pantalón piyama y lo espié por el ventanal del comedor. Y ahí estaba: tenía unos cincuenta años muy bien llevados, como los de esa gente que ha viajado por lugares calurosos del mundo. Pelo rojizo, muy largo y atado con una cola de caballo. Dibujaba, sin pestañear, el paisaje que se ve desde el patio de casa.
Paisaje de Sant Celoni, desde el patio.
Tenía los dedos manchados de verde y parecía feliz en mi reposera, como si fuera suya. Como si el patio fuera suyo. O el mundo entero. Entonces tuve un escalofrío: ¿me iba a tener que bañar para recibirlo? Peor aún: ¿me iba a tener que bañar tres o cuatro veces durante esa semana?
En general cuando recibo extraños me pego una ducha rápida, como un gesto de grandeza hacia el prójimo. Pero nunca me había pasado que una visita durase tanto. ¿Qué debía hacer?
Fue una lucha intensa entre la vanidad y la pereza. Ganó la pereza tres a uno, así que me puse la parte de arriba del piyama y subí a trabajar en la computadora como siempre: sucio, feo y mal vestido.
Él llegó al rato, desde el patio; escuché sus pasos ágiles por la escalera y nos dimos la mano con mucha vergüenza los dos. Era altísimo y estábamos incómodos por la imposibilidad del diálogo, porque las personas rompemos el hielo con un chiste, en general muy malo, que sirve para distender. Pero entre nosotros no era posible ninguna frivolidad, y Cristina ni siquiera subió a socorrerme con la traducción.
Jeroen buscó una silla, se sentó a unos tres metros de mí y me empezó a dibujar. Antes me hizo un gesto con el labio inferior para afuera y la palma de la mano como quien empuja tres veces a un hámster sin hacerle daño. Significaba:
«Tú a lo tuyo, olvídate que estoy aquí».
Le hice la seña internacional del pulgar para arriba y me concentré en el monitor.
Escritorio desarreglado.
Al principio intenté caretear normalidad. Pensé un par de veces en la Gioconda, que también había tenido que estar quieta muchas horas, y para peor mirando un punto fijo.
Traté de no eructar ni de rascarme fuerte, de no mirar porno con el sonido alto, de no ponerle sacarina líquida al termo, de no prender cuete oloroso, de no entrar a los videos de Ciudad.com… ¿Pero cuánto puede durar una persona sin hacer lo de siempre?
En un momento, a las tres horas de dibujo silencioso, el belga ya era como un mueble en mi cabeza, como la cafetera o el sofá. Dibujaba en su cuaderno docenas de bocetos, a algunos los pintaba con colores, a otros no.
Boceto blanco y negro.
Yo lo miraba un poco de reojo y cada vez me sentía más cómodo a pesar de su presencia exótica. Supongo que me relajé sin querer, o algo, porque cuando empezó a caer el sol se me escapó un pedo sonoro que retumbó en el silencio de la tarde.
Es horrible cagarse frente a extranjeros.
El belga sacó los ojos de su cuaderno de dibujo y me miró; todavía duraba el eco, y ya empezaba a viciarse el aire.
Yo le devolví la mirada por arriba del monitor.
Y entonces pasó algo maravilloso.
Él se puso un poco de costado en la silla, sonriendo con levedad, y me respondió con otro pedo, mucho más largo, más elegante y más europeo que el mío.
Después siguió dibujando en silencio.
Fue la primera vez que tuve comunicación amistosa por el culo con otro ser humano, y creo que fue la experiencia más importante de mi vida adulta.
Segunda tarde
Al día siguiente, que era jueves, no apareció a la hora convenida. Eran como las dos y media y el belga no llegaba. Le pregunté a Cristina qué pasaba con el hippie y me dijo que, al ir a comprar el pan al pueblo por la mañana, lo había visto en diferentes lugares del centro, dibujando con parsimonia el casco viejo de Sant Celoni.
Centro de Sant Celoni.
—Y ahora, ¿dónde esta? —le pregunté yo.
—Desde hace dos horas está en la esquina, parece que dibuja el frente de casa.
Salí a la ventana del frente, me escondí entre las cortinas y lo vi. Parecía una estatua. Daba la impresión de que no le importara el mundo.
Miraba mi casa desde la otra punta de la cuadra y trataba de plasmarla en el papel como si hacerlo fuera la cosa más importante de su vida. O la menos importante.
Mi casa desde la otra cuadra.
—¿Pero va a venir? —le pregunté a Cristina mientras lo espiaba.
—Supongo que sí —me dijo—. ¿Ya lo echas de menos?
No era eso. Es que yo había suspendido un almuerzo con Horacio en Barcelona para recibir al ilustrador.
De hecho le conté a Horacio por teléfono el motivo de mi cancelación, y a él le provocó mucha felicidad mi impedimento. En un principio pensé que, como Horacio también es dibujante, se ponía contento por su gremio en general. Pero no era eso:
—Es que después vas a contar tu sufrimiento en el blog —me dijo, como si lo pusiera feliz verme envuelto en desgracias.
Jeroen llegó una hora tarde y se sentó en la misma silla del primer día, aunque esta vez traía papeles color madera y témperas blancas y negras. Me empezó a dibujar como si fuera la primera vez.
En papel madera.
Yo me puse a trabajar sin prestarle atención, porque ya lo sentía como parte de la familia y al rato cayó Nina a chusmear, porque le encantan los extraños. Los huele.
Saludó al dibujante como si lo conociera de toda la vida. Después mi hija, que tiene tendencia a mimetizarse con todo, agarró un cuaderno y un lápiz y se puso en otro costado del cuarto, también a tres metros de mí, y me empezó a dibujar concentrada.
Me sentí un monumento rodeado de turistas japoneses.
Jeroen, con ojos divertidos, incluyó a Nina en sus bocetos y yo fui, durante un rato, el punto ciego de esos espejos que se multiplican hasta el infinito.
Nina dibuja a su padre.
Yo seguía sin fumar cuete, por ese prurito de anfitrión decente que me persigue, pero más tarde apareció por casa mi primo William, que es al mismo tiempo el programador de este blog, con una bolsa de porro recién cosechado.
William también es un poco hippie y tiene una edad y un motorcito interno parecidos a los de Jeroen. Me di cuenta porque al verse se saludaron como de toda la vida, sin estridencias pero con una secreta camaradería.
A veces pienso que los hippies, las embarazadas y los enanos, cuando se cruzan por la vereda se saludan aunque no se conozcan. Son saludos corporativos, reverencias de género. Como si se dijeran con la mirada: «Qué va’cer, hermano».
William y yo, un poco perjudicados.
Con William nos drogamos ferozmente y ya no nos importó más nada. Le convidamos porro a Jeroen, por supuesto, pero no lo aceptó. Nos hizo un gesto de negación amistosa con una inclinación de cuello y la palma levemente en alto, como si dijera: «En mi casa me drogo más que todos ustedes juntos, pero cuando estoy de la cabeza el trazo se me pone inestable». O por lo menos nosotros lo entendimos así.
Cuando pasaron las cuatro horas diarias de su trabajo metió los pinceles en la mochila y se despidió con timidez. William y yo estábamos tan en nuestro mundo de php, css y MySql que casi no nos dimos cuenta cuando se fue.
Pero cuando volvimos a tierra vimos que, en la mesa, Jeroen nos había dejado unos bocetos lindísimos, en blanco y negro. Un pequeño gesto de amistad.
Departamentos de Programación y Diseño de Orsai, en pleno trabajo.
Última tarde
El día final del belga en casa fue mágico porque, de alguna manera, nos pudimos comunicar. Fue gracias al mate.
Mientras Jeroen estuvo en casa, tan atento a mis movimientos, pude notar la extrañeza en sus ojos cada vez que yo cambiaba la yerba, o que me levantaba a poner el agua.
Y es que todo lo que a uno le parece normal se convierte en insólito cuando hay un extranjero que te mira fijo. Si lo pensamos con objetividad, llenar cada dos horas un recipiente con agua caliente y beberla, sin necesidad, no es algo lógico.
Yo me imaginaba a cada rato lo que él podía estar pensando:
«¿Será tan gordo por culpa de eso que chupa?».
«¿Será droga, eso que chupa?».
«¿Será lo mismo que bebían los gauchos, eso que chupa?».
«¿Entonces por qué los gauchos no son tan gordos?».
Durante aquellos tres días esas preguntas convivieron, confusas, en la mirada del dibujante. Pero la última tarde se notó más: parecía fascinado por el mate, por la bombilla y por mi ritual interminable: los dibujaba todo el tiempo, y a mí me daba rabia que la barrera del idioma no me dejara explicarle qué era aquello que tanto lo asombraba.
Fascinación por el mate.
Entonces me acordé de algo que resultó ser como un salvavidas de babel. Busqué en la biblioteca la versión francesa de mi novela «Más respeto que soy tu madre» y pasé las páginas hasta encontrar un capítulo dedicado al mate, a su porqué, a lo que significa para nosotros.
Le traje el libro, se lo regalé y le indiqué con señas que leyera el capítulo 122 en uno de sus idiomas. Que lo leyera ahí mismo, en ese momento.
Entonces Jeroen leyó, en francés, algo parecido a esto:
«El mate no es una bebida, mis queridos lectores de otros pueblos. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En Argentina nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo. Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Entre mujeres charlatanas y chismosas, entre hombres serios o inmaduros. Entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y gorilas ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Este es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos o circuncisión. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. Sin nadie. No es casualidad; no es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque descubrió que tiene alma».
El dibujante belga me miró, después de leer esos párrafos, y me dio la impresión de que por fin había entendido algo sobre mí. O mejor todavía: sobre mi identidad y sobre mi pasado.
El alivio que sentí, de repente, fue enorme. Me conmovió saber qué tan necesitados estamos, todos, de que los demás nos entiendan un poco —más no sea desde las páginas de un libro o en el gesto infantil de un concierto de pedos—; que nadie pase por nuestras vidas sin un guiño de comprensión.
Jeroen guardó mi libro en su mochila, se señaló el pecho con el dedo índice y me dijo, con timidez:
—¿Maté pour moi?
Le dije que sí, que por supuesto, y le cebé uno bien caliente con azúcar. Cuando me lo devolvió me tomé otro y le pregunté con señas si quería más.
De nuevo dijo que sí, sonriente.
Nos bajamos dos termos calladitos la boca y respiramos, por primera vez, un aire cómplice.
Eso fue todo lo que pasó entre nosotros, porque después se despidió, volvió a su casa, y no tengo idea si lo veré alguna vez.
Pero esas últimas tres horas, en mi habitación de trabajo, ya no fuimos un gordo raro y un belga hippie; de repente nos convertimos en dos colegas trabajando en cosas simples que nos gustan: escribir y dibujar.
Dibujar y escribir como si no hubiera otra cosa para hacer. Como si eso nos mejorara la vida. Como si el mundo fuera un lugar diseñado, exclusivamente, para que los extraños nos hagamos compañía en silencio.