En los treinta años que me tocó vivir del siglo veinte me sentí destinado a quedarme afuera. Todos los que nacimos de 1970 en adelante fuimos una generación de hinchas de Racing vírgenes: nos amamantaron leyendas orales, recortes de diarios viejos y la memoria de los mayores.
En los recreos de mi escuela los compañeritos de Boca, de River o de Independiente me hacían bullying, salían campeones todos, hasta Quilmes salió campeón. Festejaban campeonatos mientras yo tenía que llevar tapas coloreadas de la revista El Gráfico con la foto de Corbatta para sacar pecho o sentir orgullo.
Yo fingía emocionarme cuando mi viejo me recitaba el equipo completo de Pizzuti, pero en realidad yo tenía un poco de envidia y, sobre todo, bronca. ¿Por qué me había hecho de un cuadro donde los recuerdos felices eran solamente de él y nunca míos? Envidiaba también a mi abuelo Salvador cuando me explicaba el tricampeonato del cuarenta y nueve, cincuenta y cincuenta y uno. ¿Por qué él tres copas seguidas y yo ninguna? Y envidiaba (sin conocerlo) a mi bisabuelo Pasqual, que vio completa la campaña gloriosa de amateurismo, con aquellos siete torneos al hilo, del trece al diecinueve, que nos dieron el apodo de La Academia.
Los mayores me recomendaban estar orgulloso de mi racinguismo, pero ¿por qué? ¿De qué maravilla había sido testigo yo? Durante los primeros treinta años de mi vida solamente vi partidos trabados, pelotazos a la tribuna, una quiebra que casi nos deja sin club… y dos años vergonzosos en el descenso de los sábados. Ese era todo mi currículum. Fui un nene de Racing, un adolescente de Racing y un bolastristes de Racing con un montón de historias ajenas y ninguna historia propia para contarles a mis hijos, o a mis nietos, si es que los tenía.
Ellos, mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo, lo habían tenido más fácil. Mi bisabuelo Pasqual llegó a la Argentina en 1909 y lo mató una bala perdida en un corso en 1938 a los cuarenta y cinco años; pero en el medio de eso pudo ver a Racing campeón nueve veces. Y le enseñó a ser de Racing a su hijo.
A mi abuelo Salvador le detectaron un cáncer de páncreas cuando Racing estaba en la B; mi viejo y yo queríamos que aguantara vivo hasta que ascendiéramos, pero se murió dos fechas antes; no le debe de haber importado porque vio a Racing campeón once veces, y le enseñó a ser de Racing a su hijo. También cumplió.
Y Roberto, mi papá, se murió sentado en un sillón una semana después del Clausura 2008, donde Racing salió último, pero a quién le importa, porque lo vio campeón siete veces. Y me enseñó a ser de Racing a mí, que fui su único hijo varón. Todos cumplieron su parte, menos yo.
Por eso pienso mucho en ellos tres, ahora que ya llevo tres campeonatos en este siglo. O, mejor dicho: pienso en nosotros, en los cuatro juntos. Pienso en Pasqual, en Salvador, en Roberto y en mí como si tuviéramos la misma edad y pudiéramos ocupar el mismo espacio físico. Nos veo sentados en los sillones de casa.
Y me doy cuenta —al verlos— de que no nos parecemos en nada. En nada. A Pasqual le fascinaban las armas, hablaba en cocoliche, era medio anarquista. A Salvador le gustaba criar palomas, vivía en el campo, fumaba Imparciales. Roberto era flaco y narigón, introvertido, votaba a la derecha. A mí me gusta el porro, soy gordo y escribo cuentos. Nada que ver.
No nos parecemos en nada. Por eso me resulta milagroso, tremendamente absurdo, que hayamos pasado por la vida con un club atravesándonos a los cuatro como si fueramos una brochette. Hace más de cien años que alentamos lo mismo, cada cual a su manera. Que sintonizamos lo mismo en una radio a transistores o en una tele blanco y negro, que viajamos a la misma cancha desde que era de madera hasta que fue de cemento, que vivimos en países propios y extraños, pero siempre con la portátil o con el iPhone buscando señal, siempre con el mismo metejón en la cabeza.
Somos cuatro tipos de épocas distintas con un detalle en común que no tiene mucha importancia: ser hinchas de un equipo al que vimos campeón más de dos veces en la vida. Este año, cuando Racing salió campeón por tercera vez para mí, estos tres amigos, que ya no están pero estuvieron siempre, me dejaron entrar al grupo de los privilegiados: «Avanti, bambino», me dijo Pasqual. «Negrito, ya era hora», me palmeó mi abuelo Salvador. Y mi papá, de lejos, me dijo: «Hernán, bienvenido al club».