Blanco en la nariz
4m
Play
Pausa

Compartir en

Una playlist de 125 cuentos

Compartir en:

No es de ahora que cuento historias en voz alta. Viene de antes… Como nací en un pueblo, hacíamos fiestas en las quintas, en el medio del campo. Iban drogones, pichones de escritores, jugadores pobres de monte, desocupados, madres solteras, bajistas sin banda y toda clase de comunista: desde afiliados al partido obrero hasta socialistas depresivos que votaban a Zamora o a Vicente.

No nos conocíamos tanto entre nosotros, pero teníamos algo en común: estábamos más solos que los perros. Aunque éramos alrededor de treinta en esas noches, siempre faltaba alguno porque estaba preso, otro faltaba porque se había escapado a Chivilcoy y otro faltaba porque había conseguido trabajo en la fábrica DuPont y tenía que madrugar.

Las quintas quedaban saliendo a la ruta, y de los muchos que éramos solamente tres tenían auto, y cinco le usaban la Zanella a la madre. De todas maneras —yo nunca supe cómo— llegábamos más o menos al mismo tiempo. Y siempre nos enterábamos dónde era la fiesta el mismo viernes a la noche, que es una cosa complicadísima sin WhatsApp.

Las fiestas no eran felices, pero eso lo sé ahora.

En las cocinas había seis jugando a las cartas por plata; en los comedores enormes siempre estaba el desmayado entorpeciéndoles el paso a los cinco que bailaban brasilero o los redondos, y más allá, en los sillones, un grupo masculino —muy compacto— alrededor de la hermana de alguien, que era una chica que venía por primera vez y se la quería coger todo el mundo.

Yo pasaba un ratito por todos los ambientes, pero siempre terminaba afuera, al fresco, charlando con gente alrededor de una mesa de mimbre donde había fuentones de empanadas y una música distinta que adentro (también era brasilero o los redondos, pero otro disco).

En la mesa de afuera siempre había alguno armando porro, otro fumando un porro y otro —más previsor— que avisaba a cada rato que nos estábamos quedando sin porro.

A eso de las tres de la mañana aparecía uno desde adentro, todo transpirado y con un sombrero en la mano, a pedir plata para cerveza.

Todos poníamos monedas o billetes de dos pesos abollados que sacábamos del vaquero con dolor, pero también con enorme sentido cívico. Nadie encanutaba en esas fiestas: estaba mal visto encanutar.

Los que tomaban merca eran los que más aportaban a la vaquita porque tenían trabajo fijo o un padre profesional. Y también porque tomaban el doble de cerveza.

Perseguidos, como todos los merqueros, se escondían en las habitaciones para enviciarse y volvían a la mesa levantando la ceja y haciendo gestos de aprobación.

Yo nunca supe si el puntito blanco en la nariz con el que volvían era un descuido o era una marca voluntaria, una especie de tatuaje que indicaba que tenían más poder adquisitivo que los que solamente fumábamos porro.

De todas formas, me caían bien los merqueros. Cuando a mí me pegaba el bajón de charla, yo apuntaba siempre a este grupo de cocainómanos porque eran más permeables a mis divagues de porro.

Y yo les contaba cosas de cuando yo era chico, o les contaba historias inventadas, o les contaba anécdotas tristes, o cuentos que los hacían cagar de la risa… Más o menos lo mismo que hago ahora acá, en la tele.

Por eso, cada vez que se prende la cámara y esta gente me dice que arranque, yo tengo como una sensación de déjà vu. Será porque es de noche, ahora, o porque este estudio queda medio lejos del centro, como las quintas… O porque ustedes, los que están escuchando esto, también están solos, aunque sean muchos.

Pero me los imagino a ustedes alrededor de una mesa de mimbre, con los ojos vidriosos y con un puntito en la nariz. Ustedes tampoco son amigos entre ustedes, y sí, además tenemos algo en común: alguna vez, yo no sé bien cuándo, pero alguna vez… vamos a dejar de ser jóvenes.

Hernán Casciari