Léase en voz alta
6m

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La semana pasada una cuenta regresiva calentó los motores de la nueva aventura de Orsai. Hubo más de mil comentarios con predicciones, incluso algunos adivinaron el nombre, pero nunca apareció la idea clave: «grandes y chicos leyendo lo mismo».

Ayer abrimos la página de Bonsai sin dar ninguna explicación.

 

OrsaiBonsai.com

 

La mayoría de los lectores (los más juguetones, los que están por acá desde el principio) entendieron enseguida lo que vamos a intentar desde el año que viene.

Pero otros, más nuevos o distraídos, pensaron que Bonsai será solo una revista infantil.

—¿No lo es?

—Si señor. Y no señor.

Lo explica mejor que nadie Borges en una conferencia. Don Jorge Luis hablaba, con envidia, de cómo la gente joven en el siglo diecinueve leía con pasión los libros de la biblioteca de sus padres:

—«En aquel tiempo, felizmente para los niños, no existía la literatura infantil», dijo Borges.

Y es cierto: Pinocho era una novela italiana de trescientas páginas. A Mark Twain lo leía el padre en voz alta, con los hijos, pero no para los hijos. Y una nena podía compartir con su madre a Louise May Alcott con la misma emoción literaria… ¿Se entiende? ¡Las dos con la misma frecuencia emocional!

En el siglo veinte eso cambió: nacieron las etiquetas. Una de esas etiquetas se llamó «literatura infantil», otra «literatura juvenil». Y otra, más pomposa, se llamó «buena literatura».

Los grandes y los chicos empezaron a leer historias diferentes y a solas, y apareció un sustituto para reunirlos: el audiovisual.

En los años cuarenta se produjeron dibujos animados de modo artístico, en donde los adultos concebían las obras pensando en todo el grupo generacional. Un ejemplo clarísimo es el tratamiento complejo en la construcción de la banda sonora de Tom & Jerry.

 

 

 

Pero mientras la imagen y el sonido evolucionaban, la lectura se alejaba cada vez más de la experiencia grupal.

Más tarde ciertos videojuegos fueron también unificadores generacionales, alguna música, ciertas actividades, y ya en nuestra época Los Simpson y las películas de Pixar.

Con la familia amarilla, o con Toy Story, después de mucho tiempo se volvieron a escuchar carcajadas adultas e infantiles a la vez. Reales y sinceras. No se reían exactamente del mismo chiste. Pero sí de la misma historia. Igual que con Tom & Jerry.

Y esa comunión generacional nos trajo ecos —añejos, genéticos— de aquella felicidad que sentían un padre y un hijo del siglo diecinueve cuando compartían la misma historia en un libro.

 

Y entonces… ¿qué pasó?

 

Después pasó que aparecieron estos tiempos.

Tiempos más locos, ansiosos y veloces.

Y hubo un giro impensable en la trama: llegó la conexión permanente. Eso nunca había pasado.

Ocurrió —sin que nos enteráramos mucho– una paradoja bastante irónica: desde hace uno o dos años los grandes y los chicos empezamos a consumir lo mismo, exactamente las mismas pelotudeces.

Pero cada uno en su pequeña pantalla individual.

Esta foto la subió a Twitter nuestro amigo Andrés Locatelli volviendo de Buenos Aires a Barcelona, hace unos días. Cuando la vi me imaginé un brevísimo diálogo a dos bandas entre esa familia:

—Papá, ¿qué quiere decir «free porn»?

—Eso no es para tu edad, Ezequiel.

—¿Cómo cambio mi foto de perfil, Valentín?

—No vas a saber, mamá.

Y después silencio y dedos movedizos. Tiqui tiqui tiqui.

Sospeché que esa podría haber sido —tranquilamente— la única conversación de la familia en todo el viaje, y entendí la gravedad del asunto: pasamos de leer el mismo libro en voz alta, a mirar dibujos animados en el comedor, a jugar al Candy Crush cada cual en su tableta. Grandes y chicos.

¿Leemos menos? No. ¿Disfrutamos menos? Tampoco. ¿Nos informamos peor? Al contrario. Casi todas son ventajas con la conexión. Pero hay una cosa que nos hace ruido, algo flotando en el ADN de los tiempos que nos taladra la cabeza.

Y creo que es lo siguiente: en el fondo sabemos que estamos perdiendo la experiencia grupal, íntima y cotidiana, de percibir las emociones a la vez, como un clan.

Esa letanía, ese eco, es la voz de un hombre de las cavernas explicándole a los suyos, alrededor del fuego, cómo logró cazar al mamut.

 

 

La pregunta que nos hicimos con Chiri una noche del año pasado (todavía estaba el bar) es si a esta altura de la velocidad, a esta altura de la soledad, a esta altura de nuestros propios hijos, a esta altura de nosotros mismos como padres, esa experiencia se podía recuperar.

—¿Podremos tener otra vez esa experiencia de clan? —me preguntó Chiri.

Le contesté la verdad:

—No tengo la más puta idea, Christian Gustavo…

Chiri se me quedó mirando, como si esperara algo.

—Qué pasa —le dije.

—Ahora tenés que decir «…pero lo vamos a intentar».

—Perdón, estaba mirando un mail. ¡Por supuesto que lo vamos a intentar!

—Ahí está mejor. Dame un beso.

Y así es que ayer, con el envión de un sueño nuevo, nació Bonsai.

 

 

 

Bonsai: un resumen

 

Bonsai es una comedia en papel que aparece cada dos meses (desde el 1 de enero), pero avanza todas las semanas como blogonovela en internet (desde noviembre).

El folletín virtual tiene mayor complejidad: un padre viudo reciente, llamado El Oso (imprentero y heavy metal), intenta educar a sus tres hijos con la única ayuda de su hermano menor (que es un imbécil), un abuelo vasco que se cree vidente, una mascota electrónica y, sobre todo, con las enseñanzas que antes de morir dejó Gabi, su esposa, para los tres hijos.

En la blogonovela contaré de qué modo el padre imprentero embarca a su familia en la construcción de una revista de barrio, hecha por ellos mismos. Más que un plan de negocio, lo que El Oso intenta es que los tres chicos se distraigan de la tragedia de no tener mamá.

La revista, que aparece realmente cada dos meses, es el trabajo terminado de los adultos de esa familia, para los tres hijos de esa familia: los mejores cuentos para leerles en voz alta o que lean, las historietas más alucinantes, y las enseñanazas de Gabi. Una revista que cualquier chico, de 6 a 90 años, puede disfrutar. Y se llama así —Bonsai—por una conversación entre Gabi y el Oso:

 

Eran los días finales; el Oso estaba muy triste, al costado de la cama de ella, y le dijo: «¿Qué vamos a hacer sin vos? ¿Tres enanos que no saben nada de la vida y un tronco como yo?». Y Gabi le contestó: «¿Un tronco y tres enanos? Pueden hacer un bonsai».

 

Hernán Casciari