Ese día cayó en lunes. La calle tenía olor a tilo (Mercedes huele a tilo casi siempre, pero ese día mil veces más). La gente andaba como loca, contenta, de un lado para el otro. Yo me acuerdo.
También, los días como hoy, me acuerdo mucho de mi hermano. Se llamaba Francisco, y no llegó vivo a ver lo que pasó ese día de hace veinte años. Le hubiera gustado mucho ver cómo estaba llena de gente la Plaza San Martín aquel lunes, y el Obelisco en Buenos Aires, y el Monumento a la Bandera de Rosario, y la Plaza Independencia de Mendoza, y la gente en Jujuy, y la gente en Ushuaia…
Siempre pienso que el Nacho es como Francisco, su mismo temperamento, su misma cara. ¡Qué suerte tiene el Nacho de vivir en este mundo de ahora! Con Zacarías decimos a veces que si el Nacho hubiera vivido en la otra época, en la mala época, le hubiera pasado lo mismo que a mi hermano.
El Caio y la Sofi no entendían nada cuando anoche, después de las doce, saqué una torta de chocolate y una botella de sidra de la heladera. No entendieron por qué prendí veinte velitas y pedí silencio. Para ellos no era el cumpleaños de nadie. Pero Zacarías y mi suegro, y también el Nacho, sonrieron y apagaron la luz de la cocina. Y le cantamos el feliz cumpleaños a la democracia. Y después soplamos las velitas, yo un poco llorando, porque me emociono mucho. Lo hacemos cada año, cada diez de diciembre, desde 1983.
Lo hacemos para que Francisco, esté donde esté, sepa que no fue en vano.
Yo salí con mi banderita aquel día. Fui una más en la pla za gritando «¡Ar-gen-tina, ¡Ar-gen-tina!». Después vinieron tiempos malos y buenos, épocas mejores y peores, alfonsines, maradonas, privatizaciones, favaloros, helicópteros, pero hace veinte años que aquello tan horrible que me arrancó un pedazo de carne no volvió nunca más. ¿Viste Francisco? ¡Ya llevamos veinte años, corazón! Ya somos un país mayor de edad. Y yo no me olvido de vos ni un solo día, la puta madre.
Anoche, hermanito, los Bertotti brindamos a tu salud.