Sam Ballard fue noticia esta semana porque se despertó después de dos años en coma. Hay una foto de la noche en que ocurrió la desgracia. En esa foto se lo ve rubio, lleno de vida, con diecinueve años. Estaba cenando con sus amigos, todos jugadores de rugby, un grupo compacto de muchachos llenos de testosterona, reunidos alrededor de una mesa, tomando vino y divirtiéndose.
De repente apareció una babosa, zigzagueando por el piso. Y el mejor amigo de Sam lo miró y le dijo: «A ver, vos, que siempre estás diciendo que te gustan los platos exóticos, ¿a que no te comés la babosa?».
Sam siempre fue el gracioso del grupo. Siempre fue capaz de cualquier cosa con tal de hacer reír a sus amigos. Así que se levantó de la mesa, miró a la babosa en el piso, lo pensó diez segundos y la levantó con dos dedos.
A todo el mundo le dio asco ver al animal reptando en el aire. Sam respiró hondo, cerró los ojos con asco y se metió el bicho en la boca. Sintió primero un sabor gelatinoso y amargo, y después esa misma gelatina le caminó en la lengua.
Pensó que lo mejor era terminar con el chiste rápido, entonces partió en dos al animal con los dientes y se lo tragó lo más rápido que pudo. La lengua le empezó a arder y creyó que le vendría un picor, entonces caminó hasta la heladera para buscar algo frío. No llegó.
Cayó desparramado en el piso. No alcanzó a hacer dos pasos. Los amigos lo llevaron en un auto al hospital, donde le diagnosticaron lo peor. Se había infectado con un parásito de la babosa, conocido como Angiostrongylus cantonensis. Es cuestión de suerte. La mayoría de las veces que alguien se mete en la boca un bicho de estos, la infección que te produce no tiene síntomas, pero en un porcentaje mínimo causa una afección cerebral. Sam quedó en coma durante dos años y se despertó esta semana. Tretrapléjico, sin poder hablar, y con una lesión cerebral incurable que lo dejará postrado de por vida. Por chistoso.
El segundo chistoso terminó todavía peor. Su nombre: Otto, un joven aventurero de veintidós años nacido en Ohio que estaba paseando por China. En Shanghái, descubrió una agencia de turismo que mandaba a estudiantes de paseo una semana a Corea del Norte. A Otto siempre le llamó la atención ese país tan raro y se unió al grupo.
Llegaron a la capital de Corea. Los pusieron a todos en un hotel espantoso y los llevaron a conocer las plazas y los museos del régimen. Pura propaganda, pero Otto se divirtió, a pesar de que no le dejaban sacar fotos.
El último día de hotel, Otto preparaba su valija para volver a Estados Unidos cuando pensó: «Nadie me va a creer que estuve en Corea del Norte, me voy a robar alguna tontería del hotel». Y eligió una postal de propaganda del estado socialista con la cara del presidente. Una cosita de nada, de 20×15, para hacerle una broma a sus amigos cuando llegara a casa.
En el aeropuerto, antes de poder salir del país, le requisaron la valija y le encontraron la postal robada. Cuatro policías del régimen se lo llevaron a la rastra y lo alejaron del grupo de turistas. Lo metieron en un auto oficial y en seis días le iniciaron un juicio exprés.
El gobierno de Corea del Norte lo encontró culpable de «actos hostiles contra el Estado» y lo condenó a quince años de trabajo forzados.
Desde entonces, apenas se tuvieron noticias de él. Sus padres viajaron a Asia para intentar ayudar, pero solo llegaron a la frontera. Pasaron seis meses sin noticias, hasta que el gobierno de Corea le avisó a la administración de Donald Trump que Otto sería liberado por razones humanitarias.
Nadie entendía nada. ¿Qué razones humanitarias? Lo descubrieron cuando Otto llegó a Estados Unidos. El chico de veintidós años parecía de cincuenta. La piel arrugada, sin pelo y, sobre todo, en coma. «Cuando Otto regresó a Cincinnati», dijeron sus padres a la cadena FOX, «era incapaz de hablar, estaba ciego y no podía reaccionar a las instrucciones verbales». Estuvo así seis semanas hasta que una tarde murió. Por una broma.