Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz.
En Pueyrredón la cosa se calmaba un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una marejada de cuervos. Pero a veces ni siquiera había una chica sonriendo.
En Palermo, con suerte, me podía sentar. Y en José Hernández nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la calle, Metrovías había dejado que un grupo de músicos del Colón pusiera sus parlantes e hiciera melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido.
La gente salía del subte y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonía. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con fugacidad.
Todos salíamos del subte desesperados por llegar a casa, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. Los anteriores sonaban a fórmula y compromiso, a costumbre cultural.
Un martes me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar «Carmen». Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Han pasado cuatro años pero la recuerdo intacta. Se miraron y sus ojos decía ‘estamos en la gloria’. Yo pensé en ese momento que el arte estaba allí, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los oficinistas más tristes y devaluados pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el subte: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después saqué la cabeza a la avenida Cabildo. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese país a un montón de gente que, como esos músicos del subte, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en el entresuelo de la línea D. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto recordar por qué amo con desesperación a Buenos Aires.