Caio, ¿qué hay abajo de la cama?
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Más respeto que soy tu madre

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Mientras no estuvimos en Mercedes, creo yo, el Caio, el Nonno y la Sofi anduvieron haciendo fiestas nocturnas sin permiso. Yo me lo venía olfateando, pero esta mañana ya encontré pruebas irrefutables. Fue justo cuando quise alcanzar las chancletas abajo de la cama. El grito que pegué despertó a toda la casa:

—¡Claudio Maximiliano! —dije—. ¡Vení para acá, la puta que te parió!

El Caio se apareció enseguida, con la cabeza gacha ya por las dudas, porque cuando lo llamo por su nombre real él ya sabe que algo hizo y le quedó el tic de agachar la cabeza para esquivar la sacudida.

—¿Me podés explicar qué carajo es esto? —le digo, señalándole abajo de la cama.

—El qué —me dice el idiota, y mete la cabeza para mirar—. ¡Ah! ¿Eso?

—Sí, «eso»… No hagás tiempo para pensar una mentira, que te conozco.

El Caio tiene once gestos en la cara (no es lo que se dice muy expresivo) y yo se los conozco a todos. De los once, ocho quieren decir que está mintiendo. Una es madre y los va calando a los hijos. Los otros tres gestos indican: el primero «voy a vomitar», el segundo «necesito diez pesitos para salir» y uno que ya hace dos años que no hace significa «me parece que tengo peritonitis».

—No sé qué es eso —me dice haciendo el gesto número seis, el de levantar las cejas y poner trompa—. Habría que traer una linterna. Parece un bulto.

—Claudio… —le digo, cada vez más escorchada—. Vos y yo sabemos que vos y yo sabemos qué es eso. Yo no te estoy preguntando porque no lo sepa. Te estoy preguntando para hacerte sufrir. ¿A esta altura te tengo que explicar que las preguntas de las madres son retóricas?

—¡Ah! —me dice—. ¿Vos ya sabés entonces?

—Sí, Claudio.

—Es el Chileno Calesita —me dice.

Efectivamente, cuando miré mejor me di cuenta que el bulto era el Chileno Calesita. Entonces me lo quedo viendo a mi hijo, estupefacta. El desparpajo de este chico va en aumento día a día.

—¿Y qué carajo hace un amigo tuyo abajo de mi cama?

—Debe estar durmiendo —me dice el Caio—. ¿No ves que no se mueve?

La conversación ha de haber despertado a la Sofi y al Nonno, que se aparecen por el pasillo, con los ojos llenos de lagañas y arrastrando los pies del sueño.

—¿Cosa suchede, Mirta? Sonno la otto di la matina —se queja el Nonno.

—Don Américo —le digo a mi suegro—, ¿usted sabe quién está abajo de mi cama?

El Nonno se agacha para ver y sentencia:

—Il Chileno Carrusele.

—¡La puta madre que los parió! —me quejo, levantando las manos al cielo—. ¿Y a nadie le importa que yo haya estado durmiendo toda la noche con un borracho en la cama?

—¡Cuidadito! —dice el Zacarías saliendo de la ducha—, que ya hace un año que no huelo ni un corcho. ¿Y qué es esto de andar sacando los trapitos al sol adelante de todo el mundo? Yo hace treinta años que duermo con una bolsa de celulitis y no lo voy gritando por ahí.

—No hablaba de vos, esquenún —le digo—. Abajo de la cama tenemos al Chileno Calesita.

—¿Desde cuándo? —pregunta el Zacarías, cubriéndose con una toalla el pecho ante la presencia del desconocido.

—Qué sé yo —dice el Caio—. ¿De qué fiesta puede ser, Sofi, vos te acordás?

—Alguna de las de marzo —dice la Sofi, y enseguida informa—: Se acabó el nesquik, mamá. Dame plata para comprar.

—Sacáme ya mismo a ese chileno de ahí, Caio —le digo—, que debe estar muerto de hambre. Yo me voy a la cocina: lo que este muchacho necesita es un café con cenizas, urgente, para que se le pase la mamúa. Y después habrá que llamar al padre, para avisarle que ha estado durmiendo en casa estos días.

En la cocina, preparando el desayuno para la familia y el invitado, me fui dando cuenta que son los hijos los que terminan educando a los padres. Que no es al revés, como se pensó siempre. Una se termina acostumbrando a todo. ¿En qué momento empezaron a fumarnos porro en la cara, a meter gente en casa sin permiso, a contestarnos sin miedo?

Al Zacarías lo veo cada vez más vago, sin ganas de sacarse el cinturón y cagarlos a palos para que aprendan. Hay días en que me da la sensación de que todos estos años han sido una batalla, una lucha sin cuartel, y que la perdimos por goleada en algún momento.

—Buenas, señora —me dice al rato el Chileno Calesita, sentándose a la mesa con los ojos en compota y los pelos revueltos—. ¿No habría tortitas negras para el café?

—Ahora te traigo, corazón —le digo, resignada—. Y vos qué, ¿dormiste bien estos días?

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)