Promediaba el año 88 cuando hicimos la última broma telefónica de nuestra vida. Chiri tenía el cronómetro en la mano y me miraba cancherito, porque él había conseguido una conversación de diecisiete minutos doce con una señora. Yo tenía que superar ese récord. Así que marqué el número al azar y cuando la voz de una vieja dijo «Hola», empezó a correr el segundero.
Yo había desarrollado una técnica, una especie de marca de la casa, que solamente usaba en momentos difíciles. Era un sistema muy arriesgado, porque te podían cortar, que consistía en poner una voz masculina estándar, atónica y provocar que la víctima tuviera que adivinar mi identidad.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja.
Y yo dije lo que decía siempre. Dije:
—Lo que faltaba, ¿ni siquiera te acordás de mi voz?
Eso genera del otro lado sensación de familiaridad.
—No sé… ¿Con quién quiere hablar?
Y yo dije:
—¡Con vos, boludona!
Muy poca gente del entorno de una vieja le dice «boludona ».
Y ella dijo:
—¿Daniel! —Lo dijo en un tono intermedio entre la interrogación y la exclamación. El tono se llama «deseo».
La entonación del nombre me dio un millón de pistas.
Daniel no era un sobrino, ni un ahijado, necesariamente era un hijo, posiblemente un hijo único.
Y entonces me arriesgué y le dije:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
Y ella dijo:
—¡Dani, Danielito!
Y el tiempo empezó a correr de mi parte. En cinco minutos supe que Daniel y su mamá hacía mucho que no se veían, porque ella dijo:
—Papá hubiera querido que estuvieras en su entierro, nene.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.
Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, todavía no conocía a su abuela. También supe que Daniel era de Comodoro Rivadavia y que trabajaba en una fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, ya cuando estaba todo, todo encaminado para superar el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar.
Claro, estoy contando algo que pasó en el 88, las comunicaciones entre la Patagonia y Buenos Aires necesariamente tenían que tener fritura, y la vieja escuchaba una conversación muy nítida. En un momento preguntó:
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? Y entonces yo no tuve opción.
—Mamá —le dije, sorprendido de mi propia crueldad—. Mamá, estoy acá, en la terminal de ómnibus.
Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando los ojos de Chiri, que me miraba pálido. No se reía. Sentí, por primera vez en la vida, la pulsión de la maldad. La sentí en la cabeza, en la panza y en el pito, al mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué tiempo llevaba. Dieciséis minutos.
—No llores, viejita —le dije.
Y ella dijo:
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes, nene? A veces sueño que venís al pueblo de noche, y que no pasás por casa…
—No, mamá —le dije—. No, no, es la primera vez que vengo, te lo juro. Lo que pasa es que no quería aparecer así, de golpe. Por eso te llamé.
—¡Hijo! —me interrumpió ella—. ¡Apuráte, vení, vení!
Casi diecisiete minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró. Ahora creo que no era yo el que hablaba, creo que la maldad ya me había invadido.
—Escucháme, mamá —le dije—, mamá, escucháme… ¿Me hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Sabés lo que extraño tus canelones.
—Apuráte, yo ahora te hago.
—Un beso, mamá.
—¡Ay! Chau, nene. Estoy toda temblando, apuráte.
Y la mujer cortó.
Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, no era capaz de mirarme a los ojos. Ni siquiera se acordó de parar el cronómetro, o sea que tampoco supimos quién ganó. Estuvimos un rato largo en los sillones del comedor sin decirnos nada. Media hora después, entendimos que en alguna parte de Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa, y que en esa mesa ya empezaba a humear un plato caliente.
Nuestra adolescencia tardía, supimos con Chiri, iba a durar hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.