Querido Hugo —puse en la carta—: Esto que te voy a contar pasó al principio de los noventa. Seguramente no te acordás, porque estabas muy borracho esa noche. Vos venías haciendo zigzag y entraste al quiosco.
Chiri atendía de noche ese quiosco y yo lo acompañaba para hacerle el aguante. Cuando entraste estábamos escuchando a Piazzolla. Entonces nos empezaste a hablar de Piazzolla como si lo conocieras. Chiri y yo nos miramos de reojo. Decías que habías comido con Piazzolla. Eras un borracho mentiroso, pensamos. Y después dijiste:
—¿Ya cierran? Vamos a mi casa a tomarnos la última.
Chiri y yo teníamos veinte años, vos tendrías cuarenta, cuarenta y pico, pero supimos que no nos querías coger. No iba por ahí. Posiblemente, era todo tan simple como que te querías tomar la última en tu casa y no estar solo. Por eso fue que cerramos el quiosco y nos fuimos con vos. Aunque nos mintieras con que eras amigo de Piazzolla.
De camino a tu casa había una barranca. Vos resbalaste. Era Carlos Pellegrini, me parece, la calle. Te agarraste de mí, yo me agarré de Chiri, y nos fuimos los tres en picada.
La cara del portero de tu edificio fue genial. Cuando te vio llegar con nosotros (los tres embarrados hasta el culo), el portero hizo un gesto, como diciendo: «Otra vez, don Hugo». Tu portero te dio una botella de whisky carísimo.
Dijo que alguien te lo había traído de regalo. Nosotros miramos el edificio, altísimo, y empezamos a preguntarnos, para adentro: «¿Quién es este tipo?».
Te creí lo de Piazzolla cuando subimos a tu atelier en el piso veinticinco y yo vi, pegada en la pared, una foto tuya con Fellini, almorzando. Y después vimos tus cuadros. Y eso fue increíble.
Abriste el whisky y empezamos a tomar. Por eso esa noche se me desdibuja. Solamente me queda una sensación de pequeño viaje al fondo de Buenos Aires, de conversación fluida, absurda, hiperactiva… Nos bautizaste Tito y Cepillo. A mí me pusiste Cepillo porque tenía el pelo gracioso. A Chiri no sé por qué lo bautizaste Tito.
El milagro de entrecasa ocurrió entrada la madrugada. Hablábamos de algo y vos dijiste que habías nacido un dieciséis de marzo. Obviamente, dije «yo también». Y vos hiciste un escándalo. Me pediste los documentos, te cercioraste, después nos abrazamos como borrachos y dijimos que éramos hermanos. Para festejar nos llevaste a la azotea. Piso veinticinco, arriba de todo. Ya en la terraza, incluso nos subimos a un techito del ascensor. Más alto no podíamos estar. Yo nunca, nunca había visto Buenos Aires de ese modo. Chiri tampoco. Había un viento que en esta época ya no hay. Teníamos veinte años, y teníamos la cabeza llena de proyectos, de guiones, de novelas. Estábamos convencidos de que íbamos a vivir de escribir, tarde o temprano. Y vos nos subiste a la parte más alta de esta ciudad hermosa. Me acuerdo de que cada vez estabas más borracho, pero nunca perdías la clase, Hugo.
Me acuerdo de que pensé: «Qué lástima, Hugo mañana no se va a acordar de todo esto». (En realidad, uno de los motivos por los que te escribo es para que te acuerdes).
Había una bombita de veinte prendida, colgando en la terraza. Y atrás, todas las luces de la ciudad. Te quedaste mirándola un segundo (a la bombita), la señalaste y nos dijiste:
—¡Miren la impertinencia de ese foquito!
Esa boludez nos quedó grabada, a Chiri y a mí, durante todos estos años. Creo que descubrimos que la gente que pinta ve otra cosa, ve distinto de lo que ve la gente que escribe. Descubrimos que no había otra palabra posible para esa bombita de luz: era impertinente, y era maravilloso que un pintor, incluso borracho, lo supiera tan fácil.
Nos despedimos en el ascensor de la terraza. Ni siquiera volvimos a tu atelier. Vos te quedaste ahí. Antes de irnos, nos pusiste de espaldas, mirando Buenos Aires, y dijiste esto, textualmente:
—Esta ciudad es de ustedes, Tito y Cepillo. Dios no tiene nada malo para darles.
Y después bajamos. Nos fuimos a casa, llenos de barro y con la cabeza como un tambor. Durante algunos días nos llamábamos a nosotros mismos Tito y Cepillo. Y le contábamos a todo el mundo sobre esa noche, que parece un cuento. Y estábamos felices de haber sido tus amigos esas cuatro horas.
Siempre pensé que vos no te acordás —que no te acordaste nunca— de todo esto. Por eso ahora, que encontré tu dirección en Internet, me animo a escribirte esta carta, para que te acuerdes.
Porque para mí Buenos Aires se puede resumir en esa historia. Todo lo bueno que te puede pasar con un desconocido pasó esa noche. Para nosotros siempre fue un acontecimiento inicial. Algo ya nos decía, en esa época de la juventud, que el mundo era maravilloso. Y vos viniste a decirnos que, además, era nuestro.
Gracias, Hugo. Un abrazo.