Anoche llegó Douglas a cenar. «En son de paz», me dijo: quiere que seamos amigos como al principio. A mí me sacó un peso de encima y lo hice pasar feliz y contenta al uruguayo, pero al Zacarías le dio uno de esos ataques de celos que más parecen ataques gástricos: se pasó la cena eructando, rascándose la oreja con el mango del cuchillo, comiendo con la boca abierta y contando chistes verdes.
Al Caio le encanta esta faceta celosa del padre, y le festeja todo: cada ruido, cada insolencia… La risa del Caio, a su vez, es como si lo envalentonara a mi marido, y entonces redobla la apuesta. Si antes había eructado, ahora se ladea un poco y se desgracia redondamente con un ruido que parece la Barredora; si durante el segundo plato comía con la boca abierta, en la fruta ya directamente abre la boca y nos muestra el bolo alimenticio… Y así dale que te dale. Un círculo viscoso entre el padre y el hijo, que es un bochorno para la Sofi y para mí.
Douglas, pobre santo, que venía con ánimos de charla profunda porque es un alma frágil, soportó como un señor el festival folclórico de pedos. Incluso, las primeras seis veces, hasta le sonrió la broma. Después ya intentaba hacer como que no escuchaba los ruidos. Aunque lo vi aguantar la respiración un par de veces.
Igual el chef oriental se fue temprano. Le dio la mano cortésmente a todo el mundo y dijo que la había pasado muy bien. A mí me saludó muy correcto, aunque en el fondo de los ojos noté que se apiadaba un poco de mi suerte.
A la noche le puse cara de culo al Zacarías, en la cama. Ni una palabra le dije. A la media hora me tantea:
—Qué te pasa, gordita… ¿Estás cabrera por algo?
—¡Lo hacés a propósito, eso me pasa! —le digo—. ¡Sos un impresentable! Lo hacés para hacerme quedar mal a mí enfrente de este buen hombre que es un pan de Dios.
—No, boludona —me dice—, si el que queda mal soy yo.
—¿Y para qué hacés esos numeritos cuando hay gente?
—Cuando hay gente no —me aclara y me hace así con el dedito—, solamente cuando hay moscardones uruguayos, como el jailaife ese, que te quiere llevar al catre con cursiladas…
Esta es la parte que me gusta, cuando el Zacarías saca a relucir su sentimiento gaucho. Pero igual yo siempre me hago la enojada un rato más.
—¿Y qué ganás eructando y soltando esos gases, Zacarías?
—¿Qué gano? ¡Qué gano, dice! Les hago entender a los moscardones que es al pedo el esfuerzo —me explica—. Que si vos estás conmigo no es por mi elegancia, y si no es por mi elegancia será porque la tengo enorme. Que lo nuestro es puramente sexual. Entonces se van, los giles, como se fue este chichipío, con la cola entre las patas. Se fue pensando que la tengo así de grande.
—Pero si vos la tenés chiquitita —le digo, sin poder aguantar la risa.
—Ya sé, boludona —me dice—, pero ellos qué saben si no será que vengo con premio…
—¡Ay, Zacarías, sos un loco vos! —le digo y apago rapidito la luz, a ver si le duran un poco más los celos y de rebote me gano el premio, que es un premio pobre, ya lo sé, pero a esta altura una no desprecia ni un reintegro a dos cifras. ¡Es que hay un hambre!