La idea era pasar el día, así que nos hicimos unos mates y nos encerramos en la cocina. Las tardes de domingo siempre son buenas para abrir de par en par el corazón. Máxime cuando hay una invitada nueva. Hablábamos de bueyes perdidos hasta que la Sofi se puso insistente con la invitada:
—Y a ustedes, las enanas, ¿les importa el tamaño? —le pregunta la guacha, que además de una bocasucia es muy monotemática.
Casi me escondo abajo del mantel, de la vergüenza que me dio la pregunta, pero Carmencita se ríe (se nota que es muy moderna) y parece no afectarle el tema:
—¡Claro, nena! —dice—. Pero también tenemos la suerte de que cualquier poronga nos parece gigante.
—Eso es bueno —reflexiona la nena—, lo único bueno de ser enano ha de ser la perceptiva.
—La perspectiva —corrige la otra.
—También, sí —dice la Sofi.
—A mí me da una calor hablar así, a calzón quitado —digo yo—. En mi época jamás se me habría ocurrido conversar de estas cosas adelante de mi madre —y mirando a Carmencita—… ¡y menos en presencia de mi suegra!
—Vamos, Mirta —me regala la oreja mi futura nuera—, si yo te admiro justamente porque sos la mujer más moderna que conozco…
—¿Vos con la abuela Adela no hablabas de sexo, má? —indaga la Sofi.
—¡Me daba vuelta la cara de un sopapo, nena! —rememoro—. Una vez le comenté que el Zacarías y yo rascábamos en el zaguán y entendió que rasqueteábamos el zaguán. Se puso contenta, porque estaban las paredes descascaradas. Era otra época.
—Había mucha ingenuidad —dice Carmencita.
—Imagináte —le digo—: el presidente era Lanusse y el fitito era un buen auto. Nos podían convencer de cualquier cosa en ese tiempo. Ahora no, está todo en internet ahora.
—A mí mucho internet no me llega —dice Carmencita.
—Lógico —acota la Sofi—, tendrías que ponerte una sillita más alta.
—No. No me llega a convencer, no me apasiona… En la facultad la gente no sabe nada por sí misma, todo lo buscan ahí. Y el problema es que internet está lleno de mentirosos. Hay mucha información falsa.
Cae la tarde sobre Mercedes. Invernal y triste. Y nosotras nos pasamos las horas dale que te dale a la lengua, sin pensar en nada, ni en los hombres que ya estarían volviendo, ni en la cena. Con el corazón de par en par.
—Yo si fuera como vos —le dice la Sofi a la amiguita nueva, mientras me devuelve el mate—, me metería en un chat y me haría pasar por alta.
Nos reímos.
—Una vez lo hice —confiesa Carmen, ruborizándose un poco—. Me hice pasar por una basquetbolista.
—¿Y qué pasó, nena? —pregunto yo, emocionada.
—Quedé en un bar con un paralítico que se había hecho pasar por boxeador. Un desastre.
—¡Ay, qué plato! —le festejo—. ¿Y cómo se reconocieron?
—Él llevaba los guantes puestos. Pobre… No podía mover la silla de ruedas por culpa de esos guantes.
—Se le refalaban las manos —acoto yo, encantada.
—Claro… Así que lo tuve que ayudar a volver a la casa.
—¿Y tuvieron sexo o tocamientos o algo? —pregunta la Sofi, que es una viciosa.
—Intentamos, pero era muy complicado. Yo me subí arriba de él, en la silla, pero parecíamos Chasman y Chirolita. Así que quedamos como amigos.
Hacía rato que en esta casa no se daba una conversación de mujeres. «Tendría que haber eliminatorias de fútbol más seguido», pensaba yo mientras las chicas seguían cuchicheando cosas chanchas. Además, siempre es bueno que entre una madre y una hija haya alguien más. Una tercera neutral. Eso ayuda a que la hija se suelte. Mano a mano es más peliagudo sonsacarle a la Sofía. Así que aprovecho el momento y, haciéndome la pelotuda, indago:
—¿Y vos, Sofi? ¿Alguna vez tuviste un encuentro así, sexual, con un desconocido? —pregunto mientras me llevo a la boca una palmerita.
—¿Vos te pensás que me chupo el dedo, mamá? —me dice—. Yo ese riesgo no lo corro…
—¿Nada? ¿Ni siquiera chateás? —pregunta la Carmencita.
—¡Eso sí! —dice la nena—, otro riesgo, digo: yo ni en pedo hablo con mi vieja de mi vida privada. No soy boluda. Primero se hace la interesante y la moderna y después me estampa contra el aparador. Vos no sabés cómo es mi vieja…
Se ríe, Carmencita:
—Más o menos conozco el paño —dice—. La leo siempre. A Caio lo amo tanto por lo que Mirta cuenta de él… Yo estoy enamorada del hombre que hay adentro, no del envase… Yo me enamoré del Caio antes de conocerlo, porque es feíto… —confiesa la enana.
Y entonces, la debacle.
El Caio, desde la puerta de la cocina, con la camiseta argentina puesta y seguramente con la decepción del cero a cero en la garganta, estaba a punto de entrar a la habitación con una sonrisa. Pero escuchó esa frase y se quedó quieto. «Yo me enamoré del Caio antes de conocerlo, porque es feíto.» Fue como un golpe certero a la autoestima del nene.
Con la Sofi le quisimos hacer señas a la Carmen, que hablaba distendida, ajena al recién llegado y de espaldas a la puerta, pero no hubo caso. Todavía llegó a decir algo más:
—Porque la verdad —nos dice, con un tono íntimo y femenino—, si no hubiera sido por tu cuadernito, Mirta, yo a Claudio ni lo hubiera mirado.
Las palabras de Carmencita todavía rebotaban por las paredes cuando mi hijo da media vuelta y se va, no sé si llorando o no, no sé hasta dónde dolido y sangrando, pero —eso seguro— caliente como una pipa.
Ahora ya es la madrugada; mientras escribo esto siguen los dos tortolitos en la puerta, discutiendo a los gritos, puteándose de arriba abajo y diciéndose de todo menos lindo. Un hombre herido en su orgullo es muy difícil de domar, y menos cuando la domadora mide uno veinticinco. No quisiera estar en los zapatos de la Carmencita en este momento (sobre todo porque me apretarían: calza 31, pobre santa).
Por eso yo siempre digo que hay que tener cuidado con las charlas entre mujeres. El problema no está en abrir de par en par el corazón, sino en que la puerta de la cocina esté bien cerrada. Sinó, pasa lo que pasa.