Chicos muertos
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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En 1994 hubo en Ruanda una guerra civil entre dos tribus que les costó la vida a ochocientas mil personas analfabetas de color negro. La tapa de los diarios, al día siguiente, no decía nada.

El once de septiembre de 2001 se estrellaron dos aviones contra las torres gemelas de Nueva York. Murieron casi tres mil personas alfabetizadas de color blanco. La prensa del día siguiente tituló con letras del tamaño de un caballo y hubo ediciones especiales durante semanas enteras.

Yo estoy usando a propósito los colores blancos y negros para dar cuenta de la cantidad de melanina en la piel de los muertos en cada una de las tragedias. También podría decir: muertos con traje y corbata y muertos en camiseta. Muertos limpios; muertos sucios. Muertos parecidos a mí; muertos distintos a mí.

Y así llegamos a una hipótesis sobre las tragedias: está el dolor que nos duele en serio, y también está el dolor que debería dolernos, pero, por alguna razón, no nos duele.

La muerte de un montón de criaturas (del color que sean) debería dolernos. Pero, mirando las tapas de los diarios de estos días, leyendo en la prensa lo que está pasando ahora mismo en las costas europeas, con cientos de chicos ahogándose en barcos de mala muerte sin que los gobiernos los dejen atracar en sus puertos, no parece que nos trastorne demasiado.

Quien marca el destino de nuestros valores no es la ética, es el rating que una noticia tiene en nuestra vida diaria (el rating hoy ocupa el sitio que en la antigüedad ocupaba la moral colectiva).

Y a mí me parece que lo que está pasando ahora mismo en las costas del Mediterráneo no está teniendo mucho rating, por lo menos en Argentina. Se habla más del dólar que de esos chicos muertos.

Este hecho es absolutamente natural (quiero decir, está en nuestra naturaleza), porque también se da en otros ámbitos. Atención que voy a poner un ejemplo muy lindo: miles y miles de africanos se mueren de hambre a diario o tiene que comer cualquier cosa para sobrevivir: esto lo sabemos, y no pasa nada. Ahora, se cae un avión con dieciocho deportistas uruguayos que deben practicar canibalismo para no morirse de hambre… el asunto genera una novela de trescientas páginas, un documental de la BBC, una película en la que Ethan Hawke toma mate y un almuerzo anual con los sobrevivientes en el programa de Mirtha Legrand. ¿Por qué esa diferencia?

¿Por qué el Milagro de los Andes nos sigue produciendo escalofríos casi cincuenta años después, y el cotidiano goteo del hambre en el mundo no?

Respuesta: Porque los uruguayos son como nosotros; porque podría habernos pasado a nosotros.

La muerte cotidiana de gente distinta, que no juega nuestros deportes, que se viste con sábanas o túnicas, o que se divide en tribus, o que habla con muchas jotas, no nos importa un carajo. Un carajo, nos importa.

No nos acordamos nunca de esas muertes porque ocurren todos los días.

El perro muerde al hombre casi siempre: no es noticia, no nos importa porque ya estamos vacunados.

Cada tanto, por una cuestión de civilidad, donamos cinco dólares por teléfono para que coman un poco mejor unos seres intangibles que existen en lugares a los que no vamos a ir nunca de camping.

Si además de pobres, un día un terremoto los pone patas para arriba, hasta somos capaces de dejar dos litros de leche en polvo en la embajada de un país al que posiblemente ni siquiera sabemos ubicar en el mapa.

No estamos capacitados moralmente para decir «Cierta gente me importa una mierda». No podemos hacerlo. Pero en el fondo sabemos que son demasiados, que están lejos, que se van a morir de todos modos.

Sabemos que no podríamos mantener con ninguno de ellos una conversación decente. Porque no leen nuestros libros, porque no escuchan nuestra música, porque no se emocionan con nuestras cosas.

Y en realidad… ellos tampoco piensan mucho en nosotros. No nos duelen sus muertes porque tampoco nos alegran sus vidas.

Ojo por ojo, somos todos ciegos.

Hernán Casciari