«Abrí la caja y dame todo», le dijo, «y si hacés algo raro te quemo».
Lo dijo medio tartamudeando porque en Mercedes se rumoreaba que el viejo Caracoche era medio mago en serio, que había hecho desaparecer cosas, y también se decía que era rico.
«Tranquilo, tranquilo…» , le dijo Caracoche. «Tranquilo. No voy a hacer nada raro. ¿Qué necesitás, pibe?».
«Dame toda la plata que tengas», dijo de nuevo Pablo.
«Mirá», dijo Caracoche, «podemos hacer dos cosas: te doy dos horas para que busques en todo el negocio y te lleves la plata que encuentres. También te podés llevar las sogas que se desatan solas, las bolas que cambian de color, todos los trucos que tengo a la venta, en la vidriera, adentro, lo que quieras».
El chico lo miró ansioso, con la pistola en la mano y le dijo: «¿Y la segunda cosa?».
«Lo segundo», dijo el viejo, y le mostró el cartel de la puerta, «es que trabajes conmigo. Te puedo pagar 35 australes al mes, más almuerzo… Tu trabajo sería ir con estos folletos al centro, para que el negocio mejore. Antes lo hacía yo, pero estoy viejo… ¿Cuál preferís? ¿Te llevás todo lo que encuentres ahora, o un sueldo todos los meses de 35 australes?».
Pablo tenía quince años, en ese momento, y había dejado la escuela a los nueve. Era el hijo bastardo de una familia paterna que lo abandonó. Vivió en la calle desde la muerte de su abuela. Sí había visto el cartel de la puerta pero no sabía leer de corrido. Y como tampoco sabía de números se quedó apuntando con la pistola sin saber qué responder. Caracoche lo ayudó. Le dijo: «Mirá, yo me voy adentro a prepararte una chocolatada. Si cuando vuelvo me robaste todo y te fuiste, mala suerte para los dos. Pero si cuando vuelvo con la chocolatada vos seguís acá… empezás hoy». Y el viejo se metió para adentro.
Pablo estuvo todo ese verano entregando folletos de Casa de Magia Caracoche en el centro de Mercedes y el negocio prosperó. No tanto la venta de trucos, sino las presentaciones en cumpleaños y en casamientos. Ahora que el viejo tenía ayudante, podía hacer shows privados sin cargar él con los accesorios en sus espaldas.
Cuando Pablo cumplió dieciocho, tres años después del intento de robo, el viejo Caracoche ya era como un padre para él, o un abuelo muy presente. Charlaban toda la tarde, eran los dos de Boca, y el viejo lo había entrenado en la magia para que siguiera sus pasos. Sin decirle nada al chico, Caracoche ya había decidido dejarle el negocio en herencia.
La tarde en que Caracoche murió ya no existían los australes. Había un peso que valía lo mismo que el dólar y Pablo ya era un mago profesional. El viejo le había enseñado todo. En el velorio Pablo lloró desconsolado al lado del cajón, y cuando todo el mundo se fue él seguía llorando solo. La gente nueva de Mercedes creía (los que no conocían la historia) que era su nieto de verdad. El chico adoró todos esos años a su patrón, porque lo había sacado de la calle y le había dado un oficio.
El negocio de Pablo se siguió llamando «Casa de Magia Caracoche» y él, que ya tenía más de treinta años, le hizo honor a su maestro. Actualizó los trucos, empezó a vender por internet, hacía shows privados cada vez más caros, compraba accesorios cuando viajaba a Las Vegas.
Puso una sucursal en Luján, y después la «Gran Casa de Magia Caracoche» en la avenida Cabildo. Hubiera sido un sueño para el viejo ver esa marquesina, pensaba Pablo cada vez que entraba con su auto caro al negocio.
Cuando Pablo cumplió cincuenta y dos años estaba chequeando mercadería en el local de Cabildo. Ya eran más de las ocho de la tarde y estaba solo. Las dos empleadas vespertinas se habían ido a las siete y él estaba pensando en poner más vigilancia porque ya le habían entrado dos veces a robar de noche.
Entonces sintió un ruido a sus espaldas y vio aparecer a un chico encapuchado por abajo de las rejas. El chico tenía una pistola y le temblaba la mano, porque no esperaba que hubiera gente en el negocio. Pablo sospechó que el arma del chico podía ser de juguete, pero no quiso correr riesgos. Sin que el chico pudiera hacer nada, Pablo sacó de un doble fondo del mostrador su Maverick y le disparó una sola vez al chico, a la altura del pecho.
El disparo fue seco y cuando Pablo abrió de nuevo los ojos, como por arte de magia, estaba en Mercedes, en el negocio del viejo Caracoche, solo, con su pistola falsa de jueguete y tenía de nuevo quince años.
No entendió nada. Todavía resonaba en su cabeza el eco del disparo de la sucursal de Cabildo, pero no era 2023, era 1987 de nuevo… Fue como si la cinta de su vida se hubiera rebobinado después de gatillar el arma.
Entonces apareció, desde adentro del negocio, el viejo mago Caracoche con un vaso de chocolatada en la bandeja. Y le dijo a Pablo:
«Lo siento mucho, pibe, pero me arrepentí…, no vas a ser bueno en este trabajo. Tomá la leche y mandate a mudar».