Como si nos costara poco traer el pan...
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Epílogo de «Más respeto que soy tu madre»
Más respeto que soy tu madre

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«Como si nos costara poco traer el pan, el Caio pasó un rojo y nos cayó una multa». Ésas fueron las primeras palabras de este cuaderno, el 26 de septiembre de 2003, ahora hace ya cinco años.

Dos días antes lo habían echado a mi marido de Plastivida y nos habíamos quedado sin nada. Nomás teníamos la tatadiós para que el Nacho fuera al puesto y nos trajera su sueldo. Y el pelotudo del Caio sale a comprar porro y le secuestran la moto. Nos habíamos caído a un pozo. Y yo no sabía qué hacer con mi vida.

La mañana de ese 26 de septiembre, que cayó viernes, el Nacho me encontró llorando bocabajo en la cama grande. El llanto más humillante que existe es cuando no se te ocurre la manera de poner algo en la mesa. No es impotencia: es desesperación. Te das cuenta de que sos capaz de lo que sea con tal de que tus hijos coman. Incluso si tenés un hijo como el Caio, que se merece el ayuno por la vida eterna. 

El Nacho llegó a la cama y me empezó a acariciar la cabeza.

—Llorás como si fuera la primera vez que papá y vos se quedan sin trabajo —me dijo, con esa voz suavecita que tiene—. Siempre estuvimos en el medio de épocas malas. ¿Te acordás con Alfonsín?

—Lloro por eso —le contesté, con la almohada en la boca—, porque no es la primera vez, ni va a ser la última. Lloro porque es siempre lo mismo, y yo ya no puedo más. No me dan los brazos de tanto remar, nene.

—Ahora no es igual —me dice—. Ahora yo soy grande. Ustedes me educaron cuando había mucha más miseria que ahora. Me mandaron al colegio en la época que el almacén no nos quería vender el aceite. Lo que pasa es que vos ya no te acordás.

—Sí que me acuerdo.

—Con más razón, viejita… Me parece que es hora de que descanses. Ahí te dejé mi sueldo en la caja verde del té.

Me di vuelta y lo miré a los ojos:

—Esa plata es para el master, Nacho —le dije—. ¡Ni se te ocurra cambiar los planes ahora! Vos tenés que ahorrar para irte a Estados Unidos.

Hacía mucho que el Nacho trabajaba en un puesto de informática, y juntaba pesito tras pesito para hacer un master en Boston. Yo no podía permitir que le mandáramos otro sueño a la mierda.

—¿Y vos te pensás que yo me puedo ir en medio de todo este quilombo? —me dijo— ¿Te pensás que no tengo sentimientos? Ahora lo que hay que hacer es salir adelante. Boston no se va a morir si yo no voy a fin de año.

Nos abrazamos. Me sentí, por primera vez en muchos años, protegida. Es raro sentirse protegida por alguien que pariste. Es como ponerse un tapado de visón muy caro. Es el calorcito verdadero. No abrazamos, pero yo no quería que él hiciera eso por nosotros.

—Cuando yo tenía tu edad —le dije—, o un poco antes, quería ser escritora. Incluso llegué a ir un tiempo a un taller literario.

—Ya lo sé. Me contaste.

—Entonces lo conocí a tu padre, que viste cómo es… Y cuando ya empezamos a ir en serio él no quiso saber nada con que yo me juntara con los melenudos del taller literario. Y de a poco me fui acomodando a esta vida, y después se me pasó el berretín de ser escritora… ¿Sabés lo que te quiero decir, no?

—Sí.

—Nacho, corazón: yo no quiero que te pase eso, mi vida. Si vos tenés un sueño tenés que olvidarte de todo. Algo vamos a hacer nosotros, ya nos vamos a arreglar… Pero no dejés de irte a estudiar con los yanquis. Porque cuando perdés el tren, perdés el tren. Te lo digo por experiencia.

—Hay tiempo para todo, mamá —me dijo el Nacho hace cinco años, y yo lo miré de nuevo, porque era un hombre, ya no era un nene el que me hablaba: era un hombre—. Lo más probable es que si te hubieras dedicado a escribir cuando tenías veintipico de años, yo no hubiera nacido. Ni el Caio, ni Sofía.

—Eso es verdad.

—¿Por qué no escribís ahora? ¿Por qué no descansás y hacés lo que tenés ganas de hacer, ahora que te echaron de la boutique? Quién te dice que tu momento no sea éste. Y que mi momento de Boston sea después.

Me reí un poquito. Pero no por lo que estaba diciendo, sinó porque le descubrí la esencia optimista. Esa misma que tengo yo. Me gusta que sea así, me gusta que converse conmigo.

—¿A vos te parece, Nachito? —le dije, casi al mediodía del 26 de septiembre de 2003.

Y entonces me contestó:

—¿Sabés lo que es un weblog?

Esa misma noche escribí esa frase en la computadora vieja: “Como si nos costara poco traer el pan, el Caio pasó un rojo y nos cayó una multa”. Y desde entonces empezó a pasar algo en mí, muy despacio. No sé explicarlo, pero fue como si adentro mío alguien hubiera empezado a cambiar todos los muebles de lugar. Me sentí la misma, pero redecorada.

Es muy lindo hacer lo que te gusta, aunque la suerte te llegue de grande. A mí me llegó junto con la menopausia, pero me llegó. Y no tenía la menor idea de que escribir fuera algo tan divertido. Cuando yo era joven quería ser escritora porque me pensaba que una se iba a codear con gente inteligente… ¡pero nada que ver! Escribir, al final, solamente sirve para ser feliz. Lo demás son boludeces.

Pasamos muchos meses espantosos cuando escribí esta novelita, pero en el momento que las pasaba en limpio se iban convirtiendo en anécdotas. No, corazones. No fue casualidad que me sentara a escribir de vieja. Si lo hubiera hecho a los veinte años (me doy cuenta ahora) no habría tenido nada para decir. No existen las casualidades.

Por ejemplo: ahora estoy escribiendo el prólogo para la última edición del libro, que está por salir en Argentina, a la vez que Gasalla se va a disfrazar de mí en el teatro y va a contar otra vez la historia, nuestra historia. Con el Nacho no podemos creer que estén pasando estas cosas. “Más respeto, que soy tu madre”, dicen los carteles, por la calle. ¡Ay, qué plato, cuando los veo me da una cosa acá!

—Qué raro que es todo, nene —le dije ayer al Nacho, media llorando— ¿Qué hacen todos estos libros con mi nombre? ¿Qué corno está pasando?

El Nacho sonreía. Y yo me acordaba de aquella época que pasé sentada en la compu de la piecita, escribiendo a la noche cosas para nadie, para el que quisiera acercarse a leer. “Hay tiempo para todo, mamá” me había dicho mi hijo, exactamente cinco años atrás.

Ayer vinieron a casa unos tipos muy limpitos, muy perfumados, todos de traje, y me dieron un fangote de plata para que yo los deje hacer la película de mi libro. Cuando se fueron, salí corriendo para la pieza del Nacho, que estaba haciendo la siesta. Me acerqué despacito:

—Hay tiempo para todo, Ignacio —le susurré en la oreja, y le dejé el cheque del adelanto, para que se vaya a hacer el master con los yanquis.

Nunca en la vida devolver algo me había hecho tan feliz.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)