«Cómo se salvó el mundo», de Stanislaw Lem
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Pausa

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Un día el ingeniero Trul fabricó una máquina que podía crear cualquier cosa que empezara con la letra «N». Entonces la enchufó y le ordenó, para testearla, que fabricara una navaja, que la metiera en un nece­ser y que la rodeara de neblina. La máquina cumplió el encargo, y Trul, encantado con el funcionamiento de su máquina, le dio la orden de fabricar néctares, narices, ninfas y nafta. Ante el último pedido, la má­quina se detuvo y dijo: «No sé qué es nafta». 

«Es petróleo», le dijo Trul a la máquina. 

«Si es petróleo, empieza con P», respondió la má­quina. 

«Está bien», dijo Trul, «fabricáme una naranja. 

Y ahí sí la máquina obedeció. 

Trul decidió invitar a su casa a su colega, el inge­niero Clap, para mostrarle la máquina. Clap, a quien le gustaba competir con Trul y verlo fallar, pidió per­miso para hacerle un encargo. 

«Dale», le dijo Trul, «pero acordate que tiene que empezar con N». 

«A ver, máquina», dijo Clap. «Quiero todas las no­ciones científicas». 

La máquina se sacudió y la casa de Trul se llenó, en un instante, de una muchedumbre de científicos que discutían y escribían en libros que luego otros científicos corregían y debatían en voz alta. Hablaban todos a la vez y no había manera de entender una sola palabra. 

Clap no estaba contento con el resultado. Le dijo a Trul que un montón de gente gritando no tenía nada que ver con la ciencia, y que solo si la máquina podía resolver dos problemas más reconocería que su fun­cionamiento era correcto. Trul accedió y Clap le dijo a la máquina que hiciera unos negativos. 

Entonces la máquina fabricó antiprotones, antielectrones, antineutrones y no paró de trabajar hasta que había creado tanta energía negativa que en el piso de la casa de Trul empezó a formarse un antimundo. 

Clap, aún sin convencerse, para el último encargo decidió poner a prueba los límites de la máquina, así que le gritó: «¡Y ahora, el tercer encargo! ¡Tenés que hacer… nada!». 

En ese momento, la máquina se detuvo. Durante un buen rato, no se movió. Clap empezó a disfrutar de su victoria, pero Trul lo paró en seco y le dijo: «¿Qué pasa? Le dijiste que no hiciera nada, así que no está haciendo nada». 

Clap respondió seriamente: «No es cierto. Yo le or­dené “hacer Nada”, que no es lo mismo. La máquina tenía que crear la Nada y al final no hizo nada, así que gané yo». 

De pronto, la máquina empezó a sacudirse. Para sorpresa de ambos ingenieros, comenzó a fabricar la Nada. La máquina se puso a eliminar cosas del mun­do, que dejaban de existir como si no hubieran exis­tido nunca. Ya había suprimido a los científicos, a las navajas, a los neceseres, la neblina y los nenúfares. Alrededor de la máquina y de los dos ingenieros el vacío era cada vez más grande. 

Desesperado, Clap le gritó a la máquina que can­celara su orden, pero antes de que la máquina se de­tuviera, ya habían desaparecido el cuarto, la casa, la calle y el barrio de Trul. Para cuando la máquina se detuvo, el mundo tenía un aspecto aterrador. Lo que más había sufrido era el cielo: apenas se veían en él unos pocos puntitos de estrellas. 

Trul y Clap le rogaron a la máquina que volviera todo a la normalidad, pero la máquina se negó. Res­pondió que solo podía volver a crear todo aquello que empezara con N. Entonces Clap le suplicó a la má­quina que al menos le devolviera la casa a su amigo Trul, que no merecía haberla perdido por su estúpida necesidad de ganar. 

La máquina, otra vez, se negó. Les dijo que no po­día hacerlo porque «casa» empieza con C, pero, que si quisieran, podía darles más naranjas y navajas sin ningún esfuerzo. 

Finalmente, Clap dejó a Trul angustiado en el es­pacio en el que alguna vez estuvo su hogar, solo con la máquina que nada más sabía fabricar cosas que em­pezaran con N. 

Clap volvió a su casa y el mundo sigue, hasta hoy, completamente agujereado por la Nada. Por eso, cada vez que miramos por la ventana, sentimos que nos falta algo.

Stanislaw Lem
Una adaptación de Hernán Casciari