Con todos los huesos rotos
3m

Compartir en

Todos los desechos reservados

Compartir en:

«Disculpáme, ¿tenés un minuto para que te proponga un negocio?», solía decirle el hombre, cincuenta y ocho años, muy bien vestido siempre, al mendigo nocturno que dormía a la intemperie, o al delincuente recién salido de la prisión, o al infectado de sida que no daba pie con bola. «Es un minuto, vos escucháme, podés hacer buena guita». 

Siempre buscaba a estereotipos indefensos, a los últimos humanos en la lista de la felicidad. Y ellos lo escuchaban. Hay que tener labia y desparpajo para hacer ciertas propuestas indecorosas. Y el hombre tenía una labia breve, pero concisa: «Si te dejás quebrar los huesos —les decía—, te doy trescientos mangos». El indigente miraba al extraño benefactor con desconfianza. «¿Y vos qué ganás? », le preguntaba. Esta conversación ocurrió muchas veces, este año, en diferentes puntos del Gran Buenos Aires. La policía descubrió el entramado esta semana, después de constatar que había demasiados accidentes de tráfico, con peatones quebrados, en la misma zona. Las «víctimas» eran derivadas a los mismos tres hospitales: el Paroissien, de Isidro Casanova; el Instituto Güemes, de Haedo; y el Hospital Héroes de Malvinas, de Merlo. Gente quebrada, con piernas rotas, con brazos partidos. Gente atropellada por coches. Gente que quería cobrar el seguro. 

«De a poco nos vamos entendiendo», le decía el hombre, el bien vestido, a su futuro socio, el indigente flamante que había encontrado en la calle. O al enfermo desahuciado. «Yo te llevo a una quinta que tengo en Laferrere, te anestesio un poco la gamba, y te la quiebro con un martillo. En tres partes, pum pum pum. Al principio no sentís nada, después de la anestesia vas a tener dolor, pero también vas a tener trescientos pesos». Y les mostraba los billetes. Hay que andar mal (no solo del bolsillo, también de la cabeza) para aceptar semejante negocio. Pero a veces la desesperación te nubla la vista. No fue uno, tampoco fueron dos. Más de una docena de desesperados ambulantes se dejaron quebrar la pierna o el brazo, o ambos, en la quinta del desalmado. La anestesia ya dejaba de hacer efecto cuando el jefe los subía a un Fiat Palio y los tiraba en una esquina cualquiera. A los gritos. Allí se simulaba un accidente. Para eso usaban un automóvil con seguro, y más tarde a tres cómplices que trabajaban en hospitales de la zona (médicos, claro) que certificaban los accidentes. ¿Más socios? Sí: un par de abogados, especialistas en accidentes viales. 

El cerebro de la banda, al que sus socios conocen como «El Rompehuesos», les ofrecía también a sus víctimas una suma extraordinaria, una vez cobrados los seguros correspondientes. A algunos les prometió hasta cuarenta mil pesos. Pero de anticipo, solo doscientos o trescientos. Cuando la Policía Federal desbarató el engranaje esta semana, todavía ninguno de los pagos se habían hecho efectivos. Todos los responsables del fraude están detenidos, incluso los quebrados. Imaginar a esos pobres diablos, enyesados a voluntad y presos, sin paga extra ni horizontes en la vida, le da a la palabra «quebrado», a la metáfora, una literalidad espantosa.

Hernán Casciari