Entonces, cuando Violetta vino a Barcelona, la tuve que llevar. Es espantoso, porque cuando llegás tu hija se convierte en una masa de quince mil nenas iguales, que gritan todas al mismo tiempo.
Cuando los de seguridad amagan con abrir la puerta, ellas gritan. Cuando se escucha de fondo una prueba de sonido, gritan más fuerte. Cuando entramos por fin al estadio, aúllan todas juntas.
El olor del pochoclo dulce siempre me descompuso del estómago. Además no entro en mi butaca, estoy incómodo. Me pongo auriculares para escuchar la radio, pero es imposible. Saco un libro de mi mochila pero no puedo leer porque de repente, ¡chuf!, se apagan las luces. Y cuando se apagan las luces todas gritan más fuerte. ¡Quince mil nenas chillando como chanchas preñadas!
Gritan sin sentido, sin argumento, sin piedad. Y cuando pienso que nada puede ser peor que ese sonido agudo y horrible, salen al escenario doce adolescentes excitados y se ponen a cantar una canción espantosa. Veo, a la izquierda, a un papá que se desmaya sin hacer ruido. Nadie se da cuenta. Una docena de nenas le bailan encima y le pisan la cara y los pulmones.
Más atrás, otro papá se está bajando una botella de Criadores que trajo escondida; le tiembla el labio de arriba. Mi dolor de tímpanos es cada vez más intenso. Las canciones y las coreografías no se detienen, son como un tren de carga: una porquería atrás de la otra, todas llenas de un ritmo empalagoso y poco serio.
Para peor, cuando en el escenario aparece determinado muchachito, que se llama León y por lo visto es muy lindo de cara, las quince mil nenas gritan el triple de fuerte. ¡Qué ganas de meter a ese León en una jaula y tranquilizarlo a latigazos!
Intento taparme los oídos con las manos y siento los dedos húmedos. Entonces me miro las yemas y tengo sangre.
—¡Me están sangrando las orejas! —grito—. ¡Por favor, paren de cantar, hijos de puta!
Pero nadie me escucha, ni arriba del escenario ni abajo.
A mi izquierda, el papá de unas mellizas está tratando de suicidarse con el filo de una lata de Fanta, pero no lo consigue. Y más allá otro padre intenta escaparse solo del estadio. En el escenario empieza a sonar un rocanrról espantoso. Parece que es una canción muy esperada, porque las quince mil criaturas saltan de las butacas numeradas y se apretujan contra la baranda. Y bailan, y gritan y se funden en una especie de budín de nenas recalentadas.
De repente ningún padre encuentra a su hija, y entonces se suman al dolor de oído los propios gritos paternos:
—¡Jenifer!
—¡Aldana!
—¡Señorita Marianela!
Este último grito es de una niñera. Qué suerte que tienen los padres ricos, que mandan a sus hijas al concierto con la empleada.
Yo tampoco encuentro a Nina, pero no puedo gritar porque me empezaron a sangrar las encías. Si grito salpico a todo el mundo. Por suerte el concierto empieza a terminar. Me doy cuenta porque el volumen está cada vez más fuerte y porque me acaba de explotar el ojo derecho. Hizo ¡plop! y se oscureció medio recital.
Las quince mil nenas se mueven por todas partes con la misma soltura que las ratas en las calles de la Francia antigua. Y de lejos veo a Nina, a mi hija. Está arriba de un parlante de seis metros, bailando con un desenfreno que nunca en la puta vida le puso a la limpieza de su habitación.
Me guardo mi ojo derecho en el bolsillo, subo a mi hija a mis espaldas y empiezo a correr. No oigo nada, solamente siento un zumbido en el cerebro, igual que los soldados cuando les cae una granada cerca.
Sigo las flechas del suelo entre el humo y la barbarie y de repente salimos a la calle. ¡Ah, aire…! Hay ambulancias y paramédicos en la vereda, muchos padres heridos, otros deambulando sin rumbo; muchísimas nenas peladas de tanto arrancarse las mechas.
Yo empiezo a llorar de miedo, y entonces mi hija me abraza fuerte y me dice:
—Fue el día más feliz de mi vida, papá —eso me dice.
Y entonces me doy cuenta de que ir a un concierto pop infantil no es como ir a la guerra. Es peor que ir a la guerra. Pero ojalá todas las guerras terminen así, con una hija feliz apretándote fuerte en el medio del caos.