Desayunó en la cocina con la vista en un poster arrugado de Amadeo Carrizo. Le imitaba el modo de pararse, le copiaba los gestos y hasta se hizo traer de Buenos Aires una gorra a cuadros parecida a la que usaba el arquero de River. Al rato se levantó su mujer y tomaron mate en silencio.
A eso de las diez, mientras preparaba el bolso, pasó frente a su casa el auto de los altavoces. «A las cinco en punto, en el estadio municipal, el Sportivo y Argentino Las Parejas se juegan el partido más esperado del año», gritaba el locutor del pueblo, con la garganta explotada de emoción, y él volvió a sentir en el estómago el cosquilleo de la mañana.
Revisó el bolso por última vez, se despidió de su mujer sin ceremonia y caminó hasta el sanatorio San Luis, donde estaba internado su padre. Lo encontró de mal humor porque no podía ir a ver el partido. Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas de la habitación para interpretar los gritos que llegaran desde la cancha. Don Felpa era un experto en entender el fútbol por los ruidos: sabía qué equipo dominaba y qué club había hecho un gol solo por los sonidos de la hinchada, pero él quería era ver el partido. Y estaba triste.
Sentado al borde de la cama, Juan Antonio escuchó con paciencia los consejos de su padre y un par de veces lo tuvo que frenar para que no se sobreexcitara, porque don Felpa amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al equipo rival.
Después salió del hospital y camino a la cancha volvió a fabricar el penal en su cabeza. Siempre era el mismo. Siempre se tiraba hacia la derecha, y siempre embolsaba la pelota en el aire como un campeón.
En el vestuario se cambió en silencio y precalentó solo. Y cuando faltaban diez minutos para la cinco de la tarde el equipo salió a la cancha. Mientras caminaba hacia uno de los arcos, Juan Antonio pudo ver a todo el pueblo en las tribunas. Se calzó la gorra de Amadeo, se persignó confiado y el referí dio la orden. Empezó el partido.
En el primer tiempo los dos equipos trataron de aprovechar el descuido del adversario, pero sin descuidarse a sí mismos. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso siempre da como resultado un partido trabado. «Qué primer tiempo malo, vieja, ni una sola ocasión de gol», comentó don Felpa en su cama del sanatorio.
La segunda parte fue algo más abierta, pero los dos equipos pisaron poco las áreas, hasta el momento de la jugada que nadie pudo olvidar. Fue un córner, a cuatro minutos del final. Felpa dudó en salir y el nueve de ellos saltó y cabeceó seco al ángulo. Felpa no llegaba. No había modo. Entonces uno de sus defensores, que tampoco iba a llegar, la despejó con un manotazo. Penal. Clarísimo. Los hinchas rivales explotaron.
En su cama, Don Felpa escuchó esos gritos desde la cancha, esos inconfundibles gritos que no son de gol, pero se parecen, y dijo: «Penal, vieja, y no es para nosotros».
Cuando el nueve se preparó para patear, el sol ya estaba bajo. Felpa se quitó la gorra y la tiró adentro del arco. No quería que nada se interpusiera entre él y la pelota. Flexionó las rodillas. Ya tenía la decisión tomada. El referí dio la orden: él despegó los pies del piso, voló a la derecha y embolsó la pelota en el aire. ¡Como en su sueño!
Fue un momento glorioso. Los hinchas explotaron de felicidad. Felpa se paró, endiosado, con la pelota en un brazo, y levantó el otro brazo al cielo. La gente coreaba su nombre. En el sanatorio, el viejo le dio la mano a su mujer y le dijo: «¡Lo atajó, Adela, lo atajó!».
Pero en la cancha, nadie sabe por qué, quizás para prolongar el momento mágico, Juan Antonio Felpa cometió el error de su vida. Volvió a buscar la gorra y se la puso. Entró al arco a buscar la gorra… con la pelota abajo del brazo.
El viejo Felpa, desde el sanatorio, empezó a escuchar un coro de murmullos nuevos que llegaban de la cancha. Nunca había oído esa clase de rumor en sus años de fútbol… Entonces, de repente, la otra mitad del estadio gritó de felicidad.
Y ahí don Felpa miró a su mujer y le dijo, sin esperanza de estar equivocado: «Creo, vieja, que tu hijo la cagó».