—¿Ahora tiene que ser? —me dice la guacha—. ¡Está por empezar La Niñera!
—Te la sabés de memoria La Niñera, Sofía —le digo—. Y ya es hora de que te explique algunas cosas, porque así a ciegas no podés seguir.
Nos sentamos en la mesa de la cocina, con dos cafecitos. Puse la luz del patio, para dar un toque de intimidad, y traté de no demostrarle a la nena mis nervios. Pero por adentro yo misma me sentía temblar como si me estuvieran pasando la lustraspiradora por el intestino delgado. Para peor, la turra me miraba como si estuviera a punto de empezar la función de circo y yo fuera la pulga amaestrada.
—Bueno —le digo, levantando las cejas—… Acá estamos.
—Ajá —me dice, mirándose las uñas.
Silencio absoluto. La Sofi masticaba el chicle mientras me seguía mirando, esperando que yo dijera algo. Me llegaba todo el aliento a tutti-frutti. El segundero del reloj de la cocina daba vueltas, despacito, pero con ritmo.
—A ver —le digo—. Yo soy tu mamá y eso lo sabemos… Pero ahora hacé de cuenta que soy tu amiga, y que me podés preguntar lo que quieras. Soy una especie de amiga con mucha experiencia, y tenés la oportunidad de recurrir a mí para que te saque las dudas —la miro fijo—: ¿qué querés saber?
Se rasca la cabeza, piensa un poquito y me dice:
—¿Cómo hay que decirle a un pibe que la corte con el cunnilingus y vaya a los papeles? ¿Se lo decís así nomás, o te hacés la pelotuda y le vas levantando la cabeza sin que se dé cuenta?
Me quedé quietita en la mesa. Quietita como un canario en la jaula. Lo único que pensé fue: «¿Quién carajo me manda a mí tener esta charla?». Lo que más me molestaba no era no saber de qué mierda me estaba hablando; lo que más me molestaba era la carita de esperar una respuesta que me ponía la guacha.
—¿A qué hora empieza La Niñera? —le digo.
—Ahora, está empezando. Y es la versión argentina, tengo muchas ganas de verla.
—Bué —le digo—, andá. Otro día hablamos… Capaz que sos muy chiquita todavía para estos temas.
—Capaz… —me dice. Y se va corriendo a ver la televisión. Ni bien la perdí de vista, salí disparando al Google. Tecleé como una desesperada la palabrita esa, «cunnilingus», tratando de no hacer ruido con el teclado. Me temblaban las manos, se ve que del miedo de ser mala madre o algo.
¡Y ahí estaba nomás la palabra! Me quedé como cinco minutos leyendo la primera página que encontré. No me hizo falta más. Leí como ochenta veces el mismo párrafo, el que dice:
«El 68% de las mujeres con edades entre 18 y 44 años encuentra atractiva la idea del sexo oral, frente a solo un 40% en el grupo de las de 45 a 59 años».
Y enseguida tuve dos necesidades irrefrenables.
Me imprimí la hoja y la puse abajo de la almohada del Zacarías. (Primera necesidad satisfecha.) Después me fui hasta el lavadero, agarré la escoba con las dos manos, entré al comedor sin que la Sofi me viera, y así nomás, sin gritarle ni nada, sin hacer un escándalo, la cagué a escobazos por puta, por malcriada, por envidia generacional y por usar palabras en latín para hacerse la superada.
Después me tomé un té de tilo y me lo quedé esperando al Zacarías en la cama, para pedirle explicaciones.