David y Goliat, milagro aislado
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Algunos países europeos tienen por costumbre realizar un torneo de fútbol profesional en el cual los equipos grandes y millonarios se ven las caras (por única vez) con los clubes chicos de segunda división regional. En España se llama Copa del Rey y da comienzo todos los años por estas épocas.

Nadie lo dice, pero así como en la Fórmula 1 el mayor espectáculo potencial es que algún coche se incendie, en estos torneos la mejor maravilla es que un club pequeño destroce a uno grande: todo lo demás es bastante rutinario. Esta semana ocurrió la carambola: un club ignoto de ochocientos socios y estadio minúsculo con dos mil localidades, un club de barrio llamado Alcorcón, le dio una paliza histórica al Real Madrid de las mega-estrellas internacionales. Los cuatro goles del equipito dieron la vuelta al mundo y también las declaraciones de Jorge Valdano que, tras el encuentro, pedía perdón a los fanáticos madridistas con la boca pequeña y la mirada llena de vergüenza deportiva. 

Cuando ocurren estas excepciones a la regla, que son casi siempre azarosas, los seres humanos gozamos mucho con las comparaciones que al día siguiente hacen los periódicos, las radios y las televisiones. Casi nunca son diferencias deportivas, ni resúmenes sobre por qué un equipo jugó mejor que el otro. No. Son estadísticas de última hora que quieren pasar por lecciones de humildad y en donde siempre la moraleja es cursi y económica: la ilusión es más fuerte que el dinero, todos los billetes no pueden contra el orgullo, y otros clichés por el estilo. La metáfora sobre David y Goliat aparece por todas partes, aperogrullada y malsonante, y la matemática simple se convierte en una máquina de contar costillas ajenas. Centenares de periodistas sacan sus libretas y hacen sumas y restas, para saber cuántos siglos tardaría el delantero del equipo pequeño en ganar lo que el delantero del equipo grande cobra en un mes, o cuántas veces entra la casa del arquero amateur en el terreno que el arquero profesional usa como jacuzzi, u otras muchas atrocidades en donde la regla de tres simple es usurpada para que nos conmueva lo excepcional, lo improbable y lo inusual de una derrota extemporánea. 

Nos alegra y nos conmueve cuando los que tienen el dinero pierden a manos de los que no tienen nada, o de los que tienen poco. Nos seduce menos la alegría de los muchachos convertidos en héroes del pueblo, que la pesadumbre y la humillación de los millonarios. No es una excitación únicamente deportiva: está en todos los rincones de la sociedad. Desde la guerra de Vietnam hasta las confrontaciones políticas. Nos encanta la humildad, el orgullo y el tesón, pero cuando estas cualidades consiguen voltear al que no suele caer. No nos interesa demasiado la humildad porque sí, ni el orgullo cotidiano. Solo cuando no es habitual. Como si en el fondo supiéramos que casi nunca ocurre que la pasión genuina puede ganarle al poder del dinero. Reaccionamos con tanto fervor porque no encontramos la lógica. No es una lección; es casi siempre, y lo lamentamos tanto, un milagro aislado.

Hernán Casciari