De chico arruinaba las fotos
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Durante toda la infancia arruiné las fotos. Todas las fotos. Las primeras veces que lo hice me festejaron la gracia, se creían que era un gordito extravagante. «Dejálo, dejálo, que está llamando la atención». Para mí no era una gracia. Yo no lo hacía queriendo. En el momento exacto del clic, no importaba si era una foto grupal, pautada, espontánea, justo en el momento del clic, mi cuerpo hacía un estertor que no podía ver el ojo humano, pero el ojo mecánico de la máquina de fotos sí lo atrapaba, e instantáneamente me quedaba esa cara. Así todo el tiempo, en todas las fotos.

Mi mamá sufría en silencio mis caras, pero en público fingía que no le importaba. Yo creo que la gota que colmó el vaso fue cuando empecé la primaria. A las dos semanas nos sacaron a todos los nenitos al patio para hacernos la foto de grupo. Las maestras me pusieron en primera fila y, cuando el fotógrafo dijo «miren el pajarito» o «digan whisky», yo traté con todas mis fuerzas no hacer esa mueca, pero en el momento exacto del clic, ¡zas!, otra vez me salió la cara esa.

A los tres días, mi mamá se encontró con una señora en la mercería y en medio de una charla de nuevas vecinas las dos descubrieron que tenían hijos de la misma edad en el mismo colegio.

Entonces la señora se acercó al oído de Chichita, de mi mamá, y le dijo:

—Lo más probable es que al mío el año que viene lo cambie de colegio, porque mucho no me gusta la Escuela Normal.

—¿Por qué? —le preguntó Chichita.

—Ay… Es que ahí dejan matricularse a cualquiera —dijo la vecina nueva—, hay dos chicos medio negritos, de la villa miseria, en la misma aula que nuestros hijos y, trascartón, hay uno, pobrecito, que es retrasado, ¿vos no viste la foto del gordito retrasado? —le dijo a mi mamá.

Mi mamá no podía hablar, se le salían las lágrimas. La vecina siguió:

—Yo me fui a quejar enseguida, no puede ser que un chico te arruine una foto que es para siempre. Por suerte, a la semana les hicieron la foto de grupo de nuevo, pero al retrasadito no le avisaron, vos tenés la segunda foto, ¿no?

No. Mi mamá no tenía la segunda foto. Mi mamá no tenía la menor idea de que había habido una segunda foto. Chichita se fue de la mercería sin saludar. Cruzó la calle caliente como una pipa. Cuando entró a casa yo estaba jugando con el Segelin en el comedor. Ella se sentó en el sillón, me miró a los ojos como si yo fuera un criminal, y se puso a llorar sin consuelo.

Me miraba y lloraba, y yo jugaba con el Segelin, me miraba y lloraba. Me dijo, en medio del llanto, que se sentía la madre más desdichada del mundo, que tenía vergüenza de mí.

Para mí eso fue como una revelación. Supe inmediatamente que no volvería a arruinar una foto en la reputísima vida. Aunque me costara quedarme bizco, no pensaba pestañear en el momento del clic.

Tres semanas después tuve la primera oportunidad. Jugábamos nuestra primera final de básquet contra los chicos del Quilmes en la categoría premini. Antes de cada final, un periodista viene y hace una foto que después sale en los diarios locales.

Cuando el fotógrafo se acercó y pidió que nos apiñáramos para la foto, yo crispé la mandíbula y le pedí a Dios que por favor no me hiciera hacer esa cara; miré la cámara, levanté el mentón y el flash me encegueció de incertidumbre. «Me parece que no hice cara», pensaba cuando me fui. En casa no dije nada, por las dudas.

El sábado siguiente temprano yo todavía estaba en la cama, sonó el timbre, mamá salió a atender y escuché que le estaban entregando las fotos del club. Oí ruidos de un sobre de papel madera que se abría y, después, silencio. Entonces mi vieja entró a mi cuarto y empezó a fajarme como nunca en la vida, era una madre ninja. Me pegaba y me decía: «¡Otra vez, Hernán, otra vez!». Mi vieja me decía una palabra y pegaba, una palabra y pegaba, era larguísimo. «¡Otra vez me hacés pasar vergüenza delante de todos! ¡Por el amor de Dios, Hernán! ¿Hasta cuándo?».

Se levantó llena de humillación, salió de mi cuarto y pegó un portazo. A mí me dolía todo el cuerpo, pero tuve fuerza para agacharme a buscar los pedazos de la foto rota y la vi: yo estaba sonriendo con la frente alta en esa foto, con mi musculosa celeste con el número cinco, y no tenía ninguna cara, era mi cara de siempre. Y entonces supe la verdad. Aquella era la primera foto que veía mi mamá con mi cara normal. Ese día entendí, por primera vez y para siempre, que no soy fotogénico.

Hernán Casciari