Debo caretear paternidad
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Tengo una hija chiquitita que va a cumplir tres años, Pipa, y es tremendo lo que me cuesta educarla. En realidad, nunca aprendí a educar a un hijo, porque tengo otra más grande y por lo visto no aprendí nada de la otra educación.

Con la otra hija, Nina, yo vivía en España, pero me pasaba lo mismo. No sabía qué hacer. Me acuerdo que en 2007 (todavía vivía mi viejo), llamé por teléfono a Mercedes para preguntarles a ellos, a mis padres, qué habían hecho para educarme de un modo natural cuando yo tenía dos, tres años. ¿Cómo lograron encarrilar, sin la ayuda de Internet, a un hijo estúpido como yo?

Llamé a cualquier hora, porque hay cinco horas de diferencia. Atendió Chichita, mi mamá. Le digo:

—Mamá —sin saludar le pregunté—, ¿qué hicieron ustedes conmigo en el año 1973?

—Nada —me dijo.

—Pero ¿me leían libros, me enseñaban a vocalizar, me contaban cuentos, me ponían música clásica a la noche?

—¿Música clásica? —dijo mi vieja—. ¿Vos estás drogado?

—No, mamá… ¿Y al revés? ¿Hubo algo horrible que haya pasado en esa época?

—No. Nada, Gordo.

—¿No habré mirado cuando ustedes estaban en la cama haciendo chanchadas o algo?

—Que yo me acuerde, no —dijo Chichita—. A ver, esperá que le pregunto a tu padre.

Entonces escuché en el auricular una conversación incomprensible entre mi mamá y mi papá. Y después volvió, Chichita, al teléfono:

—Dice tu padre que lo único que se acuerda de 1973 es el equipo completo de Huracán. ¿Querés que te pase con él?

—No, no. Está bien. Solamente quería saber cómo me educaron ustedes en esa época.

—¡Ah! ¿Eso? Te dejábamos en la casa de los vecinos, ¿no te acordás?

—No.

—Nosotros trabajábamos y vos estabas todo el día con los vecinos de al lado. Cuando llegábamos vos ya estabas cenado y dormido.

De repente, en medio de la conversación con mi vieja, se abrió adentro de mí la puerta de un sótano oscuro, y aparecieron un montón de recuerdos que estaban dormidos: la casa de al lado, la señora Otilia, sus cuatro hijos. Tenían una librería, había olor a cuadernos nuevos, había mapas. Ellas me enseñaron a calcar, a dibujar. Había libros, había una máquina de escribir Remington.

—Listo, mamá —le dije a mi vieja—. Ya me acuerdo. Te mando un beso.

—Bueno, abrigáte que en Barcelona parece qu-…

Y le corté a la mierda. Por lo visto, mis padres tampoco podían ayudarme porque me habían dado en adopción en esa época. ¿Qué debía hacer yo entonces con mi hija? Me sentí un poco solo y un poco agobiado. Seríamos únicamente ella y yo; pero nadie parecía tener la receta de la felicidad.

Y ahora me pasa lo mismo con Pipa, con mi segunda hija. Cuando ella se duerme, yo me meto en Google y busco tutoriales que me indiquen de qué manera tiene que comportarse, con su hija, un padre atípico que no va al trabajo, que está siempre en su casa escribiendo boludeces y comiendo boludeces. ¿De qué modo horrible puede afectar mi comportamiento perezoso al desarrollo intelectual de una hija chiquita?

Es posible que una de las maneras de solucionar el entuerto sea convertirme en un hipócrita. Es decir: usar la camisa adentro del pantalón cuando viene ella, ver únicamente documentales en la tele, contarle historias de hadas y de princesas, almorzar a las trece, cenar a las veintiuna, irnos a dormir a las veintitrés, cagar en silencio sin hacer fiesta ante un sorete con forma divertida (que es lo que hago), no conversar con los objetos cuando me drogo, no fumar porro, no cultivarlo en presencia de ella, no echar llamaradas usando el culo y un encendedor para hacerla reír, etcétera.

En suma: caretear paternidad. ¿Pero todo eso —en caso de que alguien pudiera hacerlo— daría por resultado una futura hija sin traumas, o una futura hija de derecha?

El riesgo es tan alto que prefiero seguir paralizado de terror.

Hernán Casciari