Defensa de ‘gallego’ como sinécdoque
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Hay una licencia poética latinoamericana que al español medio le gusta poco, y tiene que ver con la utilización del gentilicio ‘gallego’. No solo se enfadan por incomprensión de sinécdoque (ese tropo por el cual representamos la parte por el todo) sino que también se molestan porque en algunos países la palabrita es sinónimo de tonto o poco espabilado. Es decir, se enojan también por incomprensión de metonimia. 

Esta semana están particularmente molestos con una dirigente política en brutal ascenso de popularidad, Rosa Díez —del partido Unión Progreso y Democracia—, que fue preguntada el martes, por televisión, sobre el presidente Zapatero y dijo de él: «Es gallego, en el sentido más peyorativo de la palabra». ¡Ah, revuelo monumental desde el Gobierno, desde la oposición y, sobre todo, desde Galicia! La dirigente no solo le había faltado el respeto al presidente, sino que había osado utilizar la quinta acepción de ‘gallego’, que según la RAE es ‘tonto’ y se utiliza casi exclusivamente en Costa Rica. Y eso está muy mal visto, porque la afrenta no es nueva. Hace ya tres años, un grupo de diputados del Bloque Nacionalista de Galicia (BNG) descubrió también que, en El Salvador, le dicen así a los tartamudos. A los diputados les molestó la noticia: «¡Los gallegos no somos tontos ni tartamudos!», dijeron a coro. Y un rato después de patalear redactaron un proyecto en el Congreso (proyecto aprobado, además) para pedir a la Real Academia que elimine esas dos acepciones del diccionario. Es decir, no les molestó que se continuara llamado ‘gallegos’ a los tontos de Costa Rica: les molesta, aún hoy, que la información se difunda y oficialice. Los diputados gallegos no están interesados en cambiar la percepción coloquial de su gentilicio o calificativo: solo les importa que esta percepción no se vea reflejada en los archivos del habla. Les importa poco que el objetivo de un diccionario sea reflejar lo que ocurre con la lengua, y nunca imponer o dictaminar qué debe ocurrir con ella. Los dichos de esta semana, vertidos por la dirigente Rosa Díez, han reabierto el debate sobre los abusos del vocablo ‘gallego’ en América latina; he llegado a oír por la televisión a un erudito (eso ponía el cartel) decir que «en la Argentina, por ignorancia, se le llama gallego a la totalidad de los españoles». Y, por más extraño que parezca, después de decir semejante barbaridad el cartel seguía poniendo «erudito». Argentinos y uruguayos, solo en el ámbito coloquial, nombramos ‘gallegos’ a todos los españoles porque somos propensos a la sinécdoque. Y somos tan conscientes de ello como aquel que dice ‘el pan de cada día’ refiriéndose a los alimentos en general. No es costumbre ni ignorancia: es, si se me permite el romanticismo, poesía urbana rioplatense. Muchas veces todos nosotros, todos y en cualquier región, recurrimos a la metáfora y a cierto tipo de comparación informal en el habla y el discurrir cotidianos. Y lo que decimos es solo una representación libre de aquello que pretendemos señalar. Entre otras muchas cosas, de esta práctica nacen el poema, el piropo, el apodo y, sobre todo, la promesa política. 

Hernán Casciari