Esa noche durmió como nunca: nueve horas de corrido, con la placidez del que se saca una plomada del pecho. Si se despertó, de hecho, fue por Matilde, que llamó por teléfono, le contó un accidente doméstico que le había impedido salir la noche anterior, y se disculpó por no haber ido al encuentro. «No importa», dijo mi amigo. «Nos vemos hoy, tengo que decirte algo».
«¿Qué cosa? Decime ahora», contestó Matilde. Pero justo cuando él estaba por hablar, ella se ade lantó y le dijo que era un día precioso y que mejor charlaban mientras paseaban por la costanera.
Mi amigo quedó un poco descolocado, pero aceptó convencido de que incluso era mejor dejar a Matilde durante una salida, así de paso se vengaba por todas las barbaridades que Matilde le había hecho en los últimos meses.
Un rato después, la pasó a buscar con la moto y la miró con ojos de despedida. Matilde era dura y atlética, y tenía los ojos astutos y el pelo negro, como un animal salvaje. «Qué buena que está, pero la dejo igual», pensó mi amigo. Y hasta se dio ánimos al ver que la belleza de Matilde no le cambiaba los planes.
La pregunta era cuándo hablar. Si lo hacía ni bien llegaban a la costanera estaría arruinando la salida. Era mejor disfrutarla y hablar después de almorzar, o incluso después de que terminara el paseo, mientras volvían.
Con ese plan, mi amigo se preparó a pasar un día hermoso caminando por la reserva ecológica, y mirando los hombros desnudos de Matilde en un estado de fascinación y estrategia. ¿Y si mejor hablara ahora, en ese momento perfecto? Matilde se merecía ese disgusto. Cortar esa felicidad al medio era un acto de justicia que la vida le estaba dando a mi amigo. ¿Lo aprovechaba o no? Justo cuando evaluaba si era mejor hablar ya, Matilde intervino como si leyera su mente.
«¿Por qué estás tan callado? ¿En qué pensás?», dijo.
«Pienso en lo que tengo que decirte», dijo él.
Matilde le dijo que hablara ya, pero casi en el acto le pidió que le pasara bronceador por los hombros, y ni bien terminó le dijo que hiciera silencio porque quería escuchar el canto de los pájaros. Mi amigo obedeció, no tanto por sumisión como por desconcierto. Y se prestó a caminar un rato más junto a Matilde, que estaba especialmente dulce y sensible y se emocionaba con cualquier cosa.
Al verla tan feliz, mi amigo sintió unas ganas crueles de arruinarle la tarde y le dijo que quería hablar ahora mismo, pero Matilde le sofocó el grito con un abrazo asfixiante. A esa altura, él entendió que Matilde olía la mala noticia y estaba haciendo lo posible por retrasarla. Y esa negativa lo llenó de coraje: «Voy a decirte algo ya», le dijo.
«Ya sé, tontito», dijo Matilde. «Yo también te amo», siguió. Pero ante el silencio de mi amigo, Matilde preguntó: «Es eso, ¿no?».
«No», dijo él.
Y aprovechando que Matilde se había ido detrás de unas plantas para hacer pis, mi amigo —cobarde pero valiente— le dijo: «Voy a dejarte».
Después, miró hacia las plantas pero no vio nada. Matilde no estaba, como si esas últimas palabras la hubieran desintegrado.
Por más que la llamó y la buscó, ella no aparecía y él empezó a desesperarse hasta que, en el último minuto, cuando estaba por largarse a llorar, Matilde apareció desde otra planta más lejana y se le tiró encima:
«Repetí lo que dijiste, no te escuché porque fui a hacer pis», dijo, mientras reía sin parar.
Desconcertado, contento de haber podido hablar, pero también contento de que Matilde no lo hubiera escuchado, y sobre todo de que no se hubiera ido para siempre, mi amigo dijo: «No tengo nada para decir».
A lo que Matilde respondió, con absoluta dulzura: «Es verdad, nunca tenés nada para decir».