«Destino de mujer», de Roberto Fontanarrosa
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Pausa

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El protagonista de esta historia es un malevo de principios del siglo XX. Un tipo arrogante y cor­to de palabras. Había nacido en un barrio donde era más importante dominar el cuchillo que hablar. Desde chico, este malevo se trenzaba a golpes con los demás chicos del barrio, él solo contra todos, y siempre por la misma causa: el nombre con el que lo habían bautizado. El malevo se llamaba María An­tonia Barrales. 

La historia del nombre es esta: el viejo don Simón Barrales quiso siempre tener una hija. Y creyendo que el embarazo de su mujer sería de niña, don Simón dijo que la criatura se llamaría «María Antonia». La esposa de Barrales, una irlandesa terca, dijo que no, que se iba a llamar Jennifer, que era un nombre más elegante. Pero las cosas se complicaron.

Dos meses antes de que la mujer diera a luz, la po­licía descubrió que don Simón Barrales robaba cuero de los almacenes donde trabajaba. Cuando se supo en peligro de ir preso, el hombre decidió escapar lejos de la policía. Pero antes fue al registro civil y anotó a su futura hija con el nombre de María Antonia Barrales. 

Cuando le preguntaron a qué motivo se debía el apuro, él dijo que, de la misma forma en que hay niños que se anotan después de nacidos, él ejercía el derecho de anotar a su hija antes de nacer. Pero en el fondo, lo único que quería era sacarle ventaja a su mujer para que no le pusiera a la criatura Jennifer, cuando él estuviera preso o escondido. 

Y en ausencia del padre nació un varoncito, que creció con el nombre de María Antonia, y con el kar­ma de tener que hacerse respetar a navajazos. 

Muy al principio, el malevo probó con algunas estrategias más pacíficas. A los diez o doce años les pidió a sus amigos de la cuadra que lo llamaran, sim­plemente, «Anto». Pero nadie hizo caso. Más tarde, cansado de luchar, pidió que por lo menos lo llama­ran «Nené». Pero tampoco. El pobre malevo tuvo que crecer y hacerse hombre con aquel estigma que arras­traba de la cuna. 

De todas maneras, había que ser muy valiente para decirle María Antonia en la cara. 

Una vez en un baile de la parrilla-dancing La Guir­nalda de don Saturnino Espeche, un compadrito en­gominado que había llegado de San Nicolás le gritó su nombre de una punta a la otra del patio: «María Antonia Barrales, quién lo viera y quién lo ve». Dijo, y cesó la música. Ahí nomás, sin mediar palabra, el malevo sacó un revólver y le pegó al atrevido tres tiros en el medio de la frente. 

Cuatro años, le dieron. Pero eso no fue lo peor: el juez que actuaba en la causa dictaminó que debía purgarlos en la cárcel de mujeres de Los Hornos. 

Hasta hace poco tiempo aún vivía gente que re­cordaba el juicio. De pie en el estrado, María Anto­nia Barrales alzó su voz gruesa, y con la mandíbula desencajada y el puño en alto gritó que, por nada del mundo, iba a ir a una cárcel de mujeres. 

Se defendió de una forma magistral que casi logró conmover al juez. Sin embargo, antes de pronunciar sentencia, el magistrado miró la partida de nacimien­to y dijo: «Lo comprendo perfectamente, caballero, pero usted figura como Barrales María Antonia, per­sona de sexo femenino». 

Esas palabras fueron suficientes para que el male­vo perdiera el control. Sin dar tiempo de reacción a los guardias, se bajó los pantalones y mostró, frente a todos, el tamaño de su hombría. Le dieron dos años más por exhibición obscena. María Antonia cumplió su condena en la cárcel de mujeres y volvió a la liber­tad en 1923. 

Desde entonces trabajó como estibador, carrero y matarife en Maciel. Cada tanto volvía a la cárcel por trenzarse en peleas, siempre a causa de su nombre. Fue en una de esas peleas que reparó en él don Teó­filo Carmona, caudillo radical, gran político de esos tiempos. Don Teófilo lo sacó de la cárcel y lo contrató como guardaespaldas personal. 

En cientos de entreveros, María Antonia volvió a derrochar coraje y sangre fría, pero todo fue inútil. El estigma de su nombre volvía sobre él, como una enfermedad recurrente. Y se dio por vencido. Dejó el revólver, se apartó del cuchillo y se casó con don Teófilo Carmona. Allí cuidó a los niños del caudillo, aprendió los secretos de la cocina criolla y tejió para afuera. Y fue feliz. Por fin, María Antonia fue feliz.

Roberto Fontanarrosa
Una adaptación de Hernán Casciari