Dietas milagrosas
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Seis meses haciéndome el loco

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Conocí una vez a un loco (no estábamos en este hospital) que había descubierto una dieta milagrosa. Yo entonces estaba menos gordo que ahora, pero me preocupaba más mi silueta, y accedí a que me usara como conejillo de indias. 

En dos semanas, lo juro, bajé once kilos. Y no tuvo que ver con la comida, pues se podía comer a placer. El secreto estaba en rezar todas las mañanas. El loco Berto me dio todas las indicaciones, que eran más bien pocas. 

Tan pronto como me levantaba, debía caminar lentamente por el patio repitiendo el Rosario. Solo eso, el Rosario enterito. 

Primero el Acto de Contrición, el Padrenuestro, tres Avemarías y un Gloria. En este punto yo debía caminar más rápido. Anunciar el primer misterio. Dos flexiones. Rezar el Padrenuestro. Trote corto. Rezar diez Avemarías, un Gloria y una Jaculatoria. Descansar dos minutos levantando los brazos. Anunciar el segundo misterio. Rezar el Padrenuestro en cuclillas. Rezar otros diez Avemarías, un Gloria y esta vez una Jaculatoria al trote corto. Etcétera. Así, hasta rezar el Salve, que ocurría a eso de las ocho de la noche. 

Acababa muy cansado, eso sí, y cenaba como un león enloquecido para poder irme a la cama y descansar. Al día siguiente, otro poco más de dieta milagrosa.

Los médicos pensaban que había pillado un brote místico. Pero yo en cambio cada día me sentía más liviano, más etéreo, más cerca de Dios y, sobre todo, más cerca de volver a verme los pies, porque la barriga estaba bajando, como bajaron las aguas del Mar Rojo: milagrosamente. 

A la semana comenzaron a quedarme bien las ropas que siempre me quedaban mal, y también eso era un regalo del Señor, de la Virgen María y de todos los Santos. 

Empezaron a ocurrirme milagros todo el tiempo: comenzó a caberme el culo en el wáter sin que tenga que levantar la tabla, me aparecieron milagrosas protuberancias en los bíceps, me desapareció la papada por arte y obra de Nuestro Señor y, aunque no lo creáis, la mano santa de la Virgen hizo que dejase de roncar por la noche. 

El milagro se desvaneció una tarde, cuando me cambiaron de hospital y me trajeron aquí, donde el desayuno es excelente. Entonces comencé a hacerme preguntas: 

¿Existe realmente Dios?

¿La Fe es necesaria?

¿Me pones más café con leche, por favor? 

¿Puedo comerme ese bollo que has dejado en el plato? Etcétera. 

Comencé a dudar, a cuestionar, a desconfiar… Ahora soy otra vez un ateo de ciento veinte kilos. Y se acabaron los milagros.

Xavi L.
(Personaje de una novela de H. Casciari)