Ve a Terry Butcher que se tira a sus pies con los botines de punta; ve a Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía clavado en la mitad de la cancha; ve a Bilardo, su entrenador, que salta del banco como expulsado por un resorte, y ve al otro entrenador, al rival, que baja la mirada para no ver el final del avance.
Ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la boca, en la primera bandeja de la platea baja; ve la línea de cal del área chica y se acuerda de la cara del empleado que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo.
Ve nítidamente a su hermano, el Turco, cuando tenía once años, que le echó en cara un error que cometió en Wembley en una jugada parecida: «La próxima no le pegues cruzado, boludito: amagále al arquero y seguí por la derecha », le dijo el hermano. Ve la cara de su hermano nítida, con dulce de leche en la boca.
Ve, atrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una nena.
Ve una pelota desinflada y se ve a él mismo, con ocho años, intentando dominar esa pelota; ve a su madre y a su padre que arrastran con esfuerzo un enorme bidón de kerosén por una calle de tierra en la que ha llovido.
El jugador argentino controla el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido. Al revés de lo que les pasa a los rivales que dejó atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y puede intuir el futuro mientras avanza con la pelota en los pies.
Ve, antes de tiempo, que Shilton se va a tirar a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus espaldas; se ve a él mismo, muchos años después, con un nieto en los brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce sin nombre, un jugador joven con el pecho inflado y una fecha grabada en la base: veintidós de junio de 1986.
Ve un departamento en penumbras donde solamente hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre la mesa; ve un enjambre de periodistas y de fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios, de todos los centros comerciales del mundo.
Ve el cadáver de un hombre viejo que acaba de morir en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que también vio todas las cosas del mundo en un solo instante.
Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve la Bombonera llena de gente como nunca y él está en el medio de la cancha, pero no lleva una pelota en los pies, sino un micrófono en la mano; ve un tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente; ve a un estadio entero silbando su himno nacional y se ve a él mismo devolviendo ese insulto con cien veces más fuerza.
Ve todos los goles que hizo y todos los que va a hacer; ve todos los goles ajenos que gritó y los que va a gritar en su vida entera. Ve el día que verá a su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos.
Ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de parir un nene zurdo en Rosario, un año y dos días más tarde de ese mediodía mexicano; y también ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste derecho de Shilton y el botín de Terry Butcher.
Entonces cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.
El jugador sabe que dio cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada completa va a durar diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarles a todos quién es él, quién será y quién fue hasta el final de los tiempos.