Dígame dónde hay un kiosco
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Cuando un argentino pisa España por primera vez y recorre los bulevares sin rumbo fijo, descubre a los quince minutos que algo va mal, que algo va muy mal en el paseo, pero no se da cuenta de qué es.

Es como caminar por las calles un mundo paralelo, casi idéntico, pero con siete errores. «¿Qué es lo que me pasa?», se pregunta el argentino, «¿Por qué me vienen estas ganas de llorar?».

Al rato, descolocado su aparato digestivo, el recién llegado descubre el fallo.

El argentino ha caminado más de veinte minutos por la avenida principal sin toparse con ningún quiosco.

Como sabe todo el mundo, los argentinos no entramos en los quioscos por necesidad alimentaria, sino por angustia oral.

Según un estudio, el ser humano (cuando camina tranquilamente por la calle) piensa en sexo cada ocho segundos. Los argentinos también, pero usamos los siete segundos restantes para fantasear con cosas rellenas con dulce de leche.

Nuestro ritmo mental se comporta con esta cadencia: «teta, Cabsha, Fantoche, Shot, cubanito, concha, Jorgito, Milka, Tubby 3, Tubby 4, culo, Aero, Minitorta de Águila, teta, Cabsha, Cachafaz de maicena», y así de vuelta.

Por lo general, la primera conversación entre un argentino recién llegado a España y un español es la siguiente:

—Disculpe, ¿me dice dónde hay un quiosco? Y el español pregunta:

—¿De periódicos?

—No; de cigarros, de biromes, de chocolatines, de hilo de coser, de alfajores, de tarjeta de teléfono, de cinta scotch, de libros, de tornillos, de hojas Canson, de planisferios, de revistas, de pelotas de rugby, de linternas, de ginebra Bols, de desodorantes, de helados, de alcohol fino, de café, de panchos, de desinfectante para matar sapos. Un quiosco. ¿Dónde hay?

El español indica, cómo puede, que los cigarros se encuentran en el estanco, el hilo en la tienda, los libros en las bibliotecas, el helado en la heladería, la comida rápida en un Burger, los tornillos y la linterna en la ferretería, las hojas y el mapa en la papelería, las revistas en el odontólogo, el alcohol en los bares, las pelotas de rugby en Francia y lo demás no tengo ni pajonera idea porque no existe.

—¿Y los alfajores? —pregunta el argentino.

—De eso por aquí no hay.

—Y entonces, ¿qué comen ustedes cuando van por la calle? —pregunta el argentino.

—Generalmente, cosas con atún o con chorizo.

—¿Y a eso dónde compran?

—Pues, en la panadería.

Hay otras muchas costumbres argentinas que el español no entiende: el peronismo, la televisión por cable, la palabra «prolijo», la ironía publicitaria, la autocrítica, el cine subtitulado. No tienen ni idea.

Son todas nebulosas difusas en el cerebro ibérico. Pero la ausencia del concepto quiosco es, de todas sus taras, la más peligrosa.

En España el quiosco no existe. El quiosco es una de las costumbres argentinas más difíciles de explicar. Es posible que te escuchen con atención y que después digan: «Ya, ya, entiendo». Pero no entienden nada, siguen en blanco, solamente se hacen una idea fugaz, pero no pueden ir muy lejos con la idea. Su estructura moral no concibe que en un solo lugar se puedan conseguir todas las cosas del mundo a cualquier hora del día o de la noche. El español medio no entiende el concepto de síntesis ni la urgencia de tener un antojo a las tres de la mañana.

El día que el español entienda las ventajas de los quioscos, es posible que se convierta en una raza entretenida. En vez de gastarse las monedas en las tragaperras y las horas muertas en los bares o en los toros, comerían más minitortas y descubrirían que nadie puede ser dichoso en un país en el que no existen cosas rellenas de dulce de leche.

Hernán Casciari