«Domingo de carne», de Javier Marías
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Pausa

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Un matrimonio de madrileños se va de vacaciones a San Sebastián y se aloja en un hotel frente a la playa. Es domingo y hace muchísimo calor, así que la pareja decide quedarse en la habitación hasta que baje un poco el sol y recién entonces cruzar hasta la playa. 

Ella está leyendo en la cama y él mira por la ven­tana con sus prismáticos, que los metió en la maleta por si algún domingo se les ocurría ir al hipódromo. No ese domingo, menos con semejante temperatu­ra… «Pero ya vamos a tener tiempo de todo», piensa él mientras recorre la playa con los prismáticos, por­que las vacaciones acaban de empezar y ellos tienen planeado quedarse tres semanas. 

Intenta elegir a alguien para mirar, pero hay dema­siadas personas como para detenerse en alguna. Cien­tos de niños, docenas de gordos, decenas de chicas (ninguna con el pecho descubierto, porque en San Sebastián eso todavía no está bien visto). «Carne jo­ven y madura y vieja, carne de niño que aún no es carne, carne de madre que es más carne porque ya se ha reproducido», piensa mientras hace panorámicas. 

Al rato se cansa de mirar y entonces vuelve a la cama. Se acuesta, le da unos besos a su mujer, pero enseguida vuelve al balcón y a los prismáticos. Se aburre, y quizás por eso siente un poco de envidia cuando, dos habitaciones más allá, a su derecha, ve que también hay un tipo con prismáticos apuntando a la playa. Pero a diferencia de él, el tipo los mantiene fijos en algún punto interesante, siempre en la misma posición, sin desviar la mirada ni un milímetro. 

El tipo no está asomado como él, sino que obser­va la playa desde adentro de la habitación, y él solo puede verle el brazo derecho. «¿Qué estará miran­do?», se pregunta con envidia, porque es sabido que cuando se fija la mirada y se pone interés en lo que se contempla la mente puede descansar de veras, y a esta altura él necesita dejar de buscar para concen­trarse en algo. 

Intenta calcular hacia qué punto se dirigen los ojos fijos de su vecino y logra acotar un espacio. 

«¿Qué mirás?», le pregunta la mujer desde la cama. «Todavía no sé», dice él. «Estoy tratando de ver lo que mira un hombre que está aquí al lado, en el otro balcón». «No seas chusma», le reprocha la mujer pero a él le da lo mismo, porque es de los que piensan que más que ninguna otra cosa el verano se trata de per der el tiempo, y por eso es necesario inventarse algún objetivo para no morir de aburrimiento.

Vuelve a mirar al tipo y ajusta mejor sus cálculos, hasta que se convence de que tiene que estar mirando hacia una de las cuatro personas, todas ellas bastante cercanas entre sí, lejos del agua. 

La primera es una mujer todavía joven que toma sol con la parte superior del bikini desabrochada. La segunda es otra mujer, de más edad, más corpulenta, que lee el diario con un sombrero de paja. La tercera es un hombre, quizá el marido de la segunda, o su hermano, más esbelto, que tiembla de frío parado so­bre su toalla como si recién hubiera salido del agua. «Tiembla por capricho, porque el mar no puede estar frío», piensa él. 

La cuarta persona es un hombre mayor de nuca canosa, sentado de espaldas, erguido, como si estu­viera observando o vigilando a alguien en la orilla o unas filas más adelante. Es la más distinguible porque tiene una chomba verde, pero no puede ver si debajo lleva traje de baño o pantalón. 

Fija su mirada en el hombre canoso. «Está solo, sin duda», piensa. «No tiene nada que ver con el que está a su izquierda, el que tiembla de frío sin tener frío». 

De pronto observa que se rasca la cintura. Tiene panza. «Seguramente es uno de esos hombres a los que les cuesta mucho esfuerzo pararse», se dice a sí mismo. 

No puede esperar a comprobar si se incorpora con dificultad, ni ver si lleva pantalones o traje de baño, pero sí entiende que es él el objetivo de su vecino, porque de pronto, con sus prismáticos fijos por fin en su cintura gruesa y su espalda ancha, ve cómo se de­rrumba, cae hacia delante y hunde la cara en la arena, como un muñeco de trapo. 

Un segundo antes había escuchado un golpe seco y amortiguado, y le había dado tiempo de ver que lo que desaparecía de la terraza a su derecha ya no era el brazo de su vecino con los prismáticos, sino su brazo junto al cañón de un arma. 

Cuando enfoca por última vez los prismáticos ha­cia la playa, advierte que nadie se dio cuenta del ase­sinato todavía. La playa sigue igual, con un muerto reciente boca abajo en la arena.

Javier Marías
Una adaptación de Hernán Casciari