La última vez que se habían visto, Ana le dijo a Oscar que no podían estar juntos porque él estaba casado con Muriel. Y Oscar, un hombre de bigote y de ojos brillantes, le había dicho que vivía con su mujer para guardar las apariencias. Y hoy Ana se encontró deseando a Oscar, con furia.
Oscar y Ana salieron a cenar varias noches seguidas de charlas predecibles en el mismo lugar, hasta que finalmente pasaron la noche juntos en una piecita, arriba del Restaurante Azul. Oscar estaba feliz; Ana no tanto. Había vuelto a acostarse con alguien después de la viudez, pero no estaba satisfecha. Algo en Oscar no le gustaba, pero no se animaba a admitirlo.
Un día Oscar organizó un viaje a París. Pasaron varias noches enamorados en el Hotel Imperial y algo en Ana se ablandó. Pero cuando volvieron a la ciudad, Ana no podía parar de llorar. Trató de creer que estaba deprimida; pero sabía perfectamente que lloraba de aburrimiento. Ella y Oscar estaban juntos pero se aburrían, mutuamente. En la intimidad no podían soportarse. Pero decidieron continuar la relación. El hecho de que Oscar estuviera casado con Muriel les impedía una unión permanente. Y eso los ayudaba.
Tres años después, Oscar murió y Ana sintió un alivio enorme. Logró olvidarse rápido de él y, a los cincuenta y dos años, se volvió ayudante de un cura en un orfanato.
Hasta que un día le tocó morir a ella. En su lecho de muerte, el cura se sentó junto a ella, tomó su crucifijo, se lo puso en la frente y le preguntó: «¿Estás lista para partir, Ana? ¿Querés confesarte?».
Y ella dijo: «Creo que estoy asustada, padre».
«No temas», le dijo el cura. «Pensá en algo lindo y te recibirán con los brazos abiertos en el Cielo».
Pero Ana solamente pudo pensar en su amante, en Oscar, y en todos sus pecados. Así que decidió no confesarse.
Entonces ocurrió algo muy extraño: Ana sintió su cuerpo deslizarse de la cama y elevarse. Se dio vuelta y pudo ver en la cama a otro cuerpo acostado, una mujer de mediana edad que también era ella. ¿Qué había pasado? Estaba muerta pero seguía ahí. No había ido al Cielo.
Abrió la puerta y salió a la calle. ¿Eso era el infierno, la misma ciudad? Se encontró en el Restaurante Azul donde habían tenido las primeras citas con Oscar. Entró y vio a un hombre, sentado en una mesa, con la cabeza cubierta con una servilleta. Le quitó la servilleta: era Oscar. O mejor dicho, el fantasma de Oscar.
No entendía, aún, por qué eso era el infierno.
Ana salió del Restaurante Azul para volver a su casa, pero cuando pisó la calle ya no estaba en su ciudad sino en París, frente al Hotel Imperial donde habían pasado con Oscar dos semanas durante aquel viaje. Ana llegó a la habitación 107, la misma habitación donde se habían alojado. Y supo que detrás de la puerta estaba Oscar, esperándola. Oyó sus pasos que se acercaban.
Entonces Ana huyó por las escaleras del hotel y salió a la calle. Pero cuando atravesó la puerta se encontró de nuevo en el Restaurante Azul. Y ahí estaba Oscar, comiendo frente a ella, en la misma mesa. Tragó el bocado y le dijo: «Yo sabía que ibas a volver».
Ana lo miró con horror y se quiso ir. Oscar le dijo: «Es inútil que te escapes. Vamos a estar juntos».
Y ella dijo, llorando: «Pero lo nuestro se terminó. Se terminó para siempre».
«No», dijo Oscar. «Vamos a empezar de nuevo. Y vamos a seguir juntos. Pensaste en mí antes de morir, y yo pensé en vos antes de morir. Mientras estemos vivos en nuestros recuerdos, seguiremos juntos. Es un fuego que nunca se va a apagar».
De nuevo Ana intentó huir. Salió del restaurante. Corrió y corrió por la ciudad hasta llegar al portón de su casa de campo. Miró a su alrededor y se sintió a salvo. Pero cuando cruzó la puerta, se encontró con Oscar, mirando la hora, impaciente, esperándola para tomar el té.