Mi papá me enseñó a leer y a escribir cuando yo tenía tres años, y cuando cumplí trece me enseñó algo todavía mejor. Me dijo:
—Tenés que esperar que salga cuatro veces negro, y enseguida apostar una ficha grande a rojo. Si perdés, dos a rojo; si perdés, tres a rojo. Es imposible, Hernán, que salga negro siempre —me decía—, y una vez que recuperás vas a tener siempre una ficha grande más de la que tenías. Acordate siempre de esto, Hernán, y nunca pero nunca vas a tener que estudiar.
Eso me decía mi viejo.
Y yo puse en práctica el sistema todas las veces que pude. Y la verdad es que gané bastante plata algunas noches, pero cuando perdí (¡aaah!), cuando perdí, los sablazos fueron tremendos. Cuando perdí, perdí muchísimo. Porque a veces el azar hacía que saliera negro diez, quince veces seguidas.
Así y todo, la mayoría de los libros de mi biblioteca de adolescente los compré con plata ajena. A todo Cortázar me lo regaló el casino.
Pero había algo todavía mejor que ganar o perder: era la adrenalina, la fascinación por la ruleta, que todavía me dura. Me enloquece la aventura psicológica, la fiebre, de pensar martingalas como la que me enseñó mi papá.
Después, ya de grande, cayó en mis manos un libro de Norman Leigh, un inglés genial que en los años sesenta saltó la banca de todos los casinos de Europa, hasta que le prohibieron la entrada y, en venganza, publicó el sistema: el Labouchère inverso. Era todo lo contrario de lo que me había enseñado mi viejo. Norman Leigh dice que, si bien es improbable que salga muchas veces lo mismo (o rojo, o negro, o impar), tarde o temprano pasa. ¡Tarde o temprano sale doce veces rojo en la misma mesa! Y te quedás en la lona.
Y cuando pasa perdés todo lo que habías ganado en meses de trabajo. La banca tiene toda la vida para esperar, decía Norman Leigh, y uno no es inmortal.
El Labouchère inverso consistía exactamente en lo contrario de lo que me había enseñado mi papá: apostar cada vez menos en las constantes, y duplicar la apuesta en las variables; pero claro: había que jugar en equipo de seis (cada cómplice apostaba a una de las seis posibilidades: rojos y negros, pares e impares, mayor y menor).
Para poner en práctica el Labouchère inverso se necesitaban horas de trabajo y concentración. El equipo de Norman Leigh estaba compuesto por doce personas (para dividirse en turnos de media jornada), y era tanta la tensión que se producían desmayos por deshidratación en los casinos.
Los casinos de Europa empezaron a poner trabas para desestabilizar al grupo: primero sacaron las sillas de las mesas para que no pudieran estar cómodos; después dejaron de servir bebidas para que se les resecara la garganta cuando apostaban, y hasta contrataron camareras escotadas hasta el ombligo para desconcentrarlos.
El grupo de Norman Leigh, cuando no estaba jugando, ensayaba técnicas de relajación y de yoga para soportar la presión. Y saltaban la banca, y nadie los podía detener. Finalmente, los casinos les prohibieron la entrada, pero Normal y sus amigos ya se habían llevado más de quince millones de dólares.
Norman Leigh fue mi héroe durante mucho tiempo. Porque cambió las reglas del juego y se fue victorioso a descansar.
Sin embargo, cada vez que entro a un casino, ahora de grande, yo sigo apostando con el sistema de mi papá, incluso sabiendo que es un sistema erróneo. Espero a que salga cuatro veces negro, y entonces apuesto una ficha grande a rojo. Yo sé que a la larga eso no funciona. Yo sé que la banca tiene toda la vida para esperar, y en cambio yo me voy a morir un día cualquiera. Ya sé todo eso.
Pero cuando sale rojo, esas veces en que la ruleta le da la razón a mi papá, es como si Roberto Casciari volviera de la muerte y me dijera: «Hernán, guardá la ficha grande en el bolsillo de atrás; y ahora, empezá a jugar solamente con las ganancias».