No debimos haberlo dejado salir a la noche con lentes de sol a repartir las pizzas. Ahora, que ya pasó todo, me siento un poco culpable. Pero entonces hasta nos parecía gracioso el pobre, vestido así.
Cenamos temprano, porque a la hora pico íbamos a estar todos trabajando. Brindamos, sí. Zacarías tomó un poco de sidra, y eso también pudo haber influido. No sabemos qué pasó: él ahora no se acuerda de nada. No sabemos si fue el traje rojo, la gomaespuma, los lentes de sol, la sidra que tomó, el árbol que no vio, los frenos que no usó… Estábamos todos en la puerta, saludándolo y deseándole suerte.
Él, pobre santo (pobre Santa, en este caso), nos hacía chau con la manito mientras ponía en marcha la motoneta. «Ho ho ho» fue lo último que dijo, y arrancó con la primera tanda de pizzas. Lo vimos hacerse chiquito, un punto rojo en la calle desierta. «Ho ho ho», decía. Lo vimos acelerar. Subirse a una vereda. Esquivar un perro. «Ho ho ho.» Y entonces lo vimos estamparse contra un árbol a cien metros de casa. Veinte segundos duró la aventura del Zacarías. Veinte segundos le costó arruinarnos la Navidad.
Salimos todos corriendo en su ayuda, menos el Caio que estaba desparramado de la risa en la vereda. Lo encontramos semiinconsciente. Al principio nos pareció que sangraba de la cabeza, pero era salsa de tomate. Tenía los ojos abiertos. «Ho ho ho», decía, sonriendo. Lo subimos a un taxi y lo llevamos al Hospital Dubarry. Se nos desmayó en el camino. Pero antes le dijo al taxista:
—Qué calor hace en este pueblo… En el Polo se está más fresquito.
Y nosotros, ingenuos, pensamos que estaba haciendo un chiste.
Esta mañana lo vino a revisar el licenciado Mastretta. En el hospital nos lo devolvieron enseguida y nos recomendaron que lo viera un psiquiatra. Así que Mastretta salió de la pieza muy serio y nos confirmó lo que ya pensábamos. El diagnós tico fue muy claro:
—Se ha despertado con una identidad que cree propia, y ahora sería muy peligroso contradecirlo.
—¿Y entonces qué? ¿Hay que seguirle la corriente? —le preguntamos con espanto al licenciado.
—Él se siente Santa Claus, Mirta —me dice palmeándome el hombro—, y así debe seguir hasta que se produzca otra vez el clic en su cerebro.
—¡Ho ho ho! —grita el Zacarías desde la otra pieza—. ¡Señora! ¿Para cuándo el mate? ¡Ho ho ho!
Cuando el licenciado Mastretta se fue, toda la familia nos quedamos como estatuas, sin saber cómo tratar al enfermo. Nos cuesta mucho decirle «¿necesita algo, Papá Noel?», o «¿don Santa, quiere un tecito?». Es todo muy triste, pero nos dan ataques de risa. El pobre aceptó a regañadientes ponerse el piyama y acostarse, pero el gorro y la barba no se los podemos sacar ni con palanca. Y es complicado entrar a la pieza y verlo así.
El único que sabe manejar la situación es el Caio. Hace un rato lo encontramos subido a las rodillas del padre:
—Quiero una bici con cambios —le decía—, un escaletri, una bolsa de porro y la Colección Aniversario de Playboy, Santa…
—¿Pero tú te has portado bien durante el año, jovencito? —le dice el Zacarías acariciándole el pelo.
—¡Claudio salí ya mismo de esa pieza o te saco a escobazos! —le grito yo.
—Silencio, señora —dice el Zacarías, con voz gruesa—; ya tendrá usted su turno, ho ho ho. No sea ansiosa.
La tarde del veinticinco el Nacho vio la oportunidad y lo sacó al padre al mostrador de la pizzería. Se llenó de chicos el negocio enseguida. Todo el barrio pasaba y traía a sus hijos a visitar al Zacarías. Vendimos mini-fugazzetas como nunca en la vida. Las entregaba Papá Noel en persona, y además conversaba un rato con cada chico en privado.
Anoche, después de cerrar, me la pasé dando vueltas. Me daba un poco de vergüenza acostarme con Papá Noel. Él me esperaba en la cama tranquilo, porque desde que está así, el Zacarías se ha puesto muy dócil y pacífico, pero yo no me animaba. Hasta que al final entré a la pieza.
—¿Y usted, señora? —me dice con esa voz tan varonil de la gente del Polo Norte—. ¿No quiere ningún regalito?
Me quedé un segundo quieta, mirando para los costados.
¿Sería posible sacarle partido a esta tragedia? Me acerqué a la cama de Papá Noel muy despacio. Y le dije al oído qué era lo que quería. Me sentí un poco cochina por andar diciendo eso al oído de un santo, pero a veces hay que aprovechar los trenes nocturnos.
—¿Eso desea, señora? —me dice galante—. Métase en la cama que me parece que algo tengo en la bolsa…
Apagamos la luz. ¡Ay, qué manera de festejar la Navidad, corazones! Estuvimos como dos horas con el jinglebell. Parecíamos el despertar sexual de los niños cantores de Viena. Hace un rato me escapé de la cama para escribir, pero me doy cuenta que me tiemblan las patitas. Además tengo algodón en la boca y la sonrisa se me escapa por los costados. Mientras tecleo esto, estoy escuchando desde la pieza a mi Papá Noel que me dice suavecito:
—Señora, venga, que se le quedó un regalo en el fondo de la bolsa, ho ho ho…
Ahora ya me estoy poniendo viciosa, pero qué lindo sería que el seis de enero el Zacarías se me convierta en los Reyes Magos, que son tres… ¡Y trascartón uno es negro!
—Ya voy, Santa —le digo—. ¡Póngase el gorrito que voy!