El abuelo facho
5m
Play
Pausa

Compartir en

Versión original:
Una playlist de 125 cuentos

Compartir en:

A mediados de agosto una lectora me mostró una foto de su hija, en piyama y con pantuflas, que leía muy oronda un libro mío. La foto es divertida porque la nena, que puede tener entre ocho y diez años, está cruzada de piernas y parece ajena al mundo. Al final, su madre me hace una pregunta, un poco en chiste y un poco en serio: «Casciari», me dice, «¿cuán alejados de los niños hay que tener tus libros?».

Yo estaba a punto de cumplir doce años y mi tía Ingrid, una tía muy culta, me regaló dos bolsas llenas de libros de su adolescencia porque se tenía que mudar. Nunca le pregunté bien por qué me regaló a mí esos libros en vez de donarlos a una biblioteca o quemarlos. Eran más de cincuenta libros y mi mamá los metió en el baúl del auto. Estaban en dos bolsas negras, de consorcio, grandotas.

Pero entonces llegó mi abuelo Marcos (mi temible abuelo Marcos, el papá de mi mamá) y, sin que se lo pidiera nadie, sacó los libros del baúl y los desparramó arriba de una mesa como si fueran pomelos. Miró los títulos de los libros, las ilustraciones de las portadas, y empezó a decidir qué libros eran para mí y qué libros no.

Mi abuelo Marcos era un tipo muy gordo y muy violento, y todos en la familia le tenían mucho miedo. Nunca se reía, y cuando se reía era una risa que daba miedo, porque hacía el ruido de la risa, pero no se le movía la cara. Y, además, se reía de cosas que no eran chistes.

A mí me daba mucho miedo ese hombre. Para peor, yo era su primer nieto y él me quería preservar de todo lo malo. Él estaba seguro de que, en muchos de esos libros que me habían regalado, podía haber palabras horribles o cosas para las que yo, a los doce años, no estaba preparado. Así que se sentó a la mesa y empezó a hacer dos torres con los libros.

En una torre ponía los libros que yo sí podía leer, y en la otra torre ponía los libros que no podía leer. En la torre de los libros permitidos puso cosas juveniles muy feas. Mientras 30 que en la pila de los libros prohibidos iba poniendo novelas que el hombre suponía demasiado complejas para mi edad, o que sospechaba que podían tener tetas y culos y fornicación.

Después metió cada una de las torres en las dos bolsas gigantes, le hizo un nudo a cada bolsa, y le dijo a mi mamá que me diera los libros permitidos y que escondiera de mi vista la segunda bolsa.

Y mi vieja, que es boluda, le hizo caso. Llegamos a casa y ella desparramó en mi habitación los libros de la bolsa ética, y a la otra bolsa la llevó al lavadero, atrás del patio. Yo me hice el boludo, pero miré muy bien a dónde se iba mi vieja con los libros.

Después pasó el verano, empecé otra vez la escuela y el primer día que me dejaron solo en casa, obviamente, fui al lavadero y empecé a buscar la bolsa prohibida. La encontré atrás de los detergentes y del suavizante.

Ahí mismo, sentado entre la ropa sucia, agarré un libro cualquiera y empecé a buscar qué era lo prohibido. Empecé a buscar la palabra «concha» y la palabra «culo», y no las encontraba. Y pasaba del primer párrafo al segundo, y al tercer párrafo ya me empezó a interesar la historia. Eran novelas de Arthur Conan Doyle, de Oscar Wilde, de Mark Twain, de Edgar Allan Poe.

Leí todos los libros que pude, escondido en el lavadero, con la misma adrenalina de los chicos que saben que están haciendo algo mal.

Fíjense ustedes qué paradoja más linda: tuve un abuelo nazi que me prohibió (justo al principio de mi rebeldía) la buena literatura. No me prohibió las drogas, ni el alcohol, ni jugar al póquer por plata. Me prohibió los libros buenos.

Tuve esa enorme suerte de principiante. Gracias a mi abuelo malo, empecé a leer con ganas; porque en la infancia, y en la primera adolescencia, la pasión por las cosas solamente te entra por la puerta del no.

«¡No hagas eso!», le decís a un chico, y el chico quiere ir corriendo a hacer eso. «¡No te juntes con el chico de acá a la vuelta porque se droga!», y vos querés ser el mejor amigo del chico de acá a la vuelta. El «no» es poderosísimo.

Por eso ahora, que soy papá de una nena chiquita, yo no pienso volver loca a mi hija para que lea. Es un error enorme enloquecer a los hijos para que lean. Lo que voy a hacer es poner La isla del tesoro dentro de la caja fuerte cuando ella esté ahí mirando y voy a decir: «Esta caja fuerte cierra con el seis, tres, dos, cuatro», para que ella cuando esté sola quiera abrirla.

Y voy a poner los Cronopios de Cortázar en el estante más alto de la casa y voy a decir: «Esto no se toca» cuando ella esté jugando.

O voy a agarrar algún libro de Edgar Allan Poe y lo voy a poner arriba de la mesa con la frase «¡No tocar!» y lo voy a dejar ahí y me voy a ir caminando para atrás.

Yo sé que mi hija, cuando se quede sola en casa, va a pisar el palito y va a entrar, como si nada, en la clandestinidad.

Hernán Casciari