El alma de las fiestas
4m
Play
Pausa

Compartir en

Versión original:
Una playlist de 125 cuentos

Compartir en:

Todos fuimos a esas reuniones de finales del siglo veinte en las que alguien, sin merecerlo, se convertía en el alma de la fiesta. Eran reuniones de quince personas y nadie se conocía mucho. Un almuerzo anual de compañeros de trabajo, por ejemplo… un bautismo.

En esos escenarios siempre había un tipo, uno solo entre todos, convencidísimo de su ingenio. Un tipo que tenía frases ocurrentes para todo, que no dejaba pasar de largo el chiste jamás, ni el buen chiste ni el malo.

Al principio, cuando llegabas a esta reunión, este muchacho, el decimoquinto, te parecía un invitado simpático, pero a la media hora descubrías que su cerebro no filtraba el descarte. Cualquier situación, para él, merecía ser agujereada por la chispa.

Si alguien decía gato montés, él decía que te monte un gato; si alguien ofrecía dos tazas de té, él decía dos tetasas… No era esto exactamente. Estoy poniendo ejemplos estúpidos para no perder la idea, pero eran latiguillos por el estilo.

El asunto es que perseguía el chiste hasta los confines del argumento y siempre volvía con algo en la boca. No creo que haga falta describir mejor al decimoquinto de la fiesta. Todos fuimos a esas reuniones y padecimos su verborrea.

Yo dejé de ir a todos los asados del mundo, a todos los casamientos, a todos los bautismos, por culpa de este señor. Y entonces cambió el siglo y tuvo que haber pasado algo, yo no sé qué.

No lo supe a tiempo porque salgo poco, pero este año tuve que decir que sí a unas cuantas reuniones con más de quince invitados y me resigné a padecer de nuevo el martirio del alma de la fiesta, pero pasó una cosa muy rara.

El decimoquinto estaba, estaba ahí, pero no hablaba. En ninguna de las reuniones a las que fui este año apareció la verborrea terrible del decimoquinto.

En la primera reunión pensé que había sido una bendición del azar, en la segunda reunión sospeché que quizás el ser humano había evolucionado, en la tercera disfruté como un chancho la fluidez de la charla grupal… y en la cuarta reunión observé el contexto y descubrí lo que estaba pasando.

El decimoquinto sigue existiendo, nunca se cansa de creerse ingenioso y popular, ni deja pasar un minuto sin soltar sus frases de toda la vida… ¡Pero ahora las tuitea!

Ahí está el tipo en la fiesta, pero en modo vibrador. Lo vi al pesado, al plomo, ahí estaba, distraído de la charla porque mira todo el tiempo su teléfono. Finge estar presente en la reunión, pero en realidad está navegando en Twitter o en Instagram de arriba a abajo, se le ilumina la cara con el teléfono.

Lo vi morderse la lengua y teclear con los dos pulgares, lo vi hacer esfuerzos por resultar inteligente y gracioso, pero en el teléfono. Es maravilloso. El decimoquinto escribe frases cortas, en directo, sobre todo lo que ocurre.

Si mira fútbol, comenta las incidencias del partido; si en la sobremesa se habla de política, él teclea lo que piensa, casi siempre con veneno.

A mitad de la reunión escribe que está en una fiesta, y dice con quién está, y le explica al mundo cuánto se está divirtiendo. ¡Mentira!

Yo lo vi, todas las veces, siempre es uno entre quince.

Más tarde, cuando volví a casa, espié lo que había escrito el decimoquinto en la reunión. Eran las mismas pelotudeces que antes decía en voz alta en los asados del siglo veinte, en los casamientos, en los bautismos…

La misma necesidad patológica del ingenio a cualquier precio. Espié también sus frases del día anterior a la fiesta, y lo descubrí satisfecho cuando el número de sus seguidores crece, lo descubrí vanidoso cuando otros repiten sus frases, preocupado cuando un seguidor deja de seguirlo y sobre todo ajeno, ajeno a la conversación fluida del resto de los mortales.

Qué alegría más grande me dio saber que por fin supimos enjaular al alma de la fiesta, a ese gran pelotudo del siglo veinte.

Hernán Casciari