El amor de los metalampos (*)
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Pausa

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Hace muchísimo tiempo, en un planeta que no era este, hubo una raza superior. Eran bellos, eran inteligentes, generosos. Habían construido una sociedad perfecta: en su mundo no existían el hambre, ni el trabajo aburrido, ni los abogados, ni la enfermedad, ni la democracia. Se llamaban los metalampos.

Los metalampos no tenían ansiedad por llegar pronto a ninguna parte, porque estaban a gusto donde estaban. Y quizás por ese motivo consideraban que el progreso, en vez de mejorar la calidad de vida, solamente les afeaba el cuerpo. Había un refrán metalampo que decía: «El control remoto no te hace más moderno, te hace el culo muy gordo».

Una capacidad extraordinaria de esta raza es que solo podían aprender cosas en la oscuridad. De día o con luz artificial, solamente podían disfrutar, reventarse granos, cantar, coger, cocinar. Pero si querían aprender un arte, o tener un oficio, tenía que ser a oscuras.

Para aprender el oficio de repostero, por ejemplo, un metalampo solo necesitaba entrar en una panadería y permanecer a oscuras un par de horas. Y salía repostero. Para conseguir una licenciatura en Psiquiatría, únicamente debía entrar de noche a un manicomio. Obviamente, todos los metalampos nacían siendo ginecólogos.

El único problema de los metalampos era el amor. Cuando dos metalampos se enamoraban, morían instantáneamente. Esto, al principio, provocó que fueran promiscuos, pero como eran de un corazón muy grande, no podían dejar de enamorarse. Y de morir, siempre jóvenes.

El exterminio provocado por el amor mutuo fue una cosa que nunca pudieron solucionar. En su apogeo, los metalampos eran alrededor de ciento ochenta millones, y su tasa de natalidad menguaba un seis por ciento cada año.

El sexo por diversión era peligrosísimo, porque la diferencia entre orgasmo y amor los confundía mucho. Las familias, casi siempre, estaban constituidas por una pareja que no se amaba, pero se escudaba en la monogamia por temor a una aventura extramatrimonial que pudiera dejar huérfanos a los chicos.

Empezó entonces, de a poco, a gestarse el fin de la raza más valiente y hermosa de todas las que habitaron el universo. Fue una decadencia tan cruel, tan injusta, tan romántica que generó una de las leyendas más perdurables que se conocen: la orgía del fin del mundo.

Los metalampos decidieron organizar una fiesta interminable con el objeto de que cada metalampo pudiera morir de amor y no de miedo, y así hasta que no quedara ninguno.

Los metalampos salieron a las calles a buscar a su media naranja y morir entre sus brazos. Después de siglos de monogamia, ahora todos se besaron en la boca para saber qué pasaba. Algunos, los más enamoradizos, morían muy pronto, pero los primeros entierros se convertían en fiestas para que otros solitarios conocieran gente nueva.

Fueron años de jolgorio y de sexo casual. Como no había vecinos con ganas de dormir (porque estaban todos en la fiesta), nadie se quejaba de los ruidos molestos. Al séptimo año se habían celebrado más de seis millones de muertes, todas por amor, y la música no paraba.

Al inicio del último año de la especie, solamente quedaban setecientos veinticuatro metalampos en la superficie del planeta. Desde el aire, parecían una pequeña manifestación enloquecida que gritaba y que cantaba. No había dolor ni había remordimiento. Cada vez que uno de ellos se moría, los que estaban cerca lo cubrían de flores y seguía la fiesta.

Por las noches dormían a la intemperie, bajo unas mantas cuadriculadas por donde se metían mano, sin saber quién era quién, y se besaban en la oscuridad diciendo sus nombres para reconocerse. Ni siquiera en los inviernos de esos años sintieron frío. Tampoco cuando en vez de setecientos fueron noventa. Ni cuando solamente quedaron ocho. Ni después, cuando en todo el planeta quedaron solamente tres.

Los últimos dos metalampos amanecieron con resaca, el último día de la especie. Cubrieron de flores al muerto anterior y se fueron a limpiar para que el planeta quedara presentable cuando ya no hubiera vida.

Después de limpiar tenían pensado fumarse un cigarro juntos, los dos, y contarse sus vidas. Los dos estaban un poco sensibles y borrachos después de tanta fiesta. Eran jóvenes, eran hermosos. La mañana parecía una mañana de primavera y ellos tenían clarísimo (clarísimo) que no iban a tardar mucho… en enamorarse.

Hernán Casciari