El colmo de un campesino (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Cuando tenía diez años, once años como mucho, yo leía a escondidas la revista Humor. No me escondía porque estuviéramos en dictadura y los textos de la revista Humor fueran subversivos. Me escondía porque yo era muy chico todavía y en esas páginas a veces había dibujos de mujeres desnudas, y bastantes malas palabras.

Cada cual tiene su pequeño gobierno militar en la casa, y a mí el coronel Chiquita me producía más temor que el general Galtieri. Chichita es mi mamá. Y a mi mamá no le gustaba que yo leyera cosas que no eran para mi edad.

Pero a mí me aburrían las revistas para mi edad. Las revistas infantiles de esa época, Billiken y Anteojito, trataban a los chicos como si fueran imbéciles, pero en casa las recibíamos a las dos, Billiken y Anteojito, porque Chichita creía que troquelar cabildos podía ser útil para mi futuro.

Por suerte, en el negocio de canje de la calle Treinta y Dos, te daban una revista Humor vieja por dos números nuevos de Billiken o Anteojito. Y de esa manera yo conocí a mis primeros dibujantes favoritos, y también supe que los periodistas y los escritores serios podían también ser graciosos y hacer enojar a los malos con buenos chistes por la espalda.

Me encantaba leer a escondidas la revista Humor, aunque entendiera solamente el diez por ciento de todo lo que decía esa gente. Y entonces pasó una cosa increíble. Todos esos dibujantes y escritores, una tarde, en mitad de la guerra de las Malvinas, tuvieron una idea genial. Tuvieron la idea de hacer una revista como la revista Humor, pero para chicos.

Y entonces nació Humi, que no traía ilustraciones de próceres en la tapa ni cabildos para troquelar, sino que se burlaba de las cantantes infantiles de la época. Una revista infantil increíble.

El proyecto, obviamente, fue un fracaso. Duró muy poco Humi, porque los padres preferían seguir comprándoles a los hijos cabildos para troquelar.

Pero durante las pocas ediciones que duró Humi, yo fui un fanático de esa revista; devoraba cada página, hacía guardia en el quiosco del pueblo a la tarde para saber si había llegado el último ejemplar, y después me pasaba semanas leyendo y releyendo cada artículo, mirando cada historieta.

Me gustaba el olor de la revista y todo lo que decía.

Me fascinaba, sobre todo, que los mismos dibujantes y guionistas de la revista Humor, las mismas firmas subversivas, tuvieran tiempo para conversar con gente de diez años. Y además no tenía que esconderme de Chichita para leerla, porque me hablaban a mí, me hablaban directamente a los ojos.

Esa cercanía me dio valentía suficiente para mandar una carta a la redacción. No me acuerdo de qué decía la carta, seguramente estaba escrita a máquina y llena de faltas y de borrones.

Pero me acuerdo de que al final de la hoja, ya más distendido, les dejaba un chiste. El chiste del campesino que cierra la tranquera para que no entre el aire.

Mandé el sobre con emoción, pero también sin esperanza, y dos semanas después, cuando recibí de manos del quiosquero el número tres de la revista Humi, ahí estaba mi chiste, era la primera vez que veía mi nombre y mi apellido impreso en el papel. Y ese momento, estoy seguro ahora de eso, fue el resorte inicial, fue el punto de partida de mi vocación.

Ahora que existe la impresora, ver tu nombre impreso en papel es fácil, pero en esa época era un milagro. Tenías que escribir una carta y mandarla. El cartero no tenía que equivocarse, la carta no tenía que perderse, alguien tenía que abrirla y no tirarla a la basura, y sobre todo unos señores a los que yo admiraba tenían que leer la carta, y tenía que gustarles el chiste que yo mandaba.

Después de eso, que ya era de por sí increíble, un tipógrafo tenía que seleccionar las letras de mi chiste, y un imprentero multiplicar la página, y unos obreros intercalar los pliegos, y un distribuidor repartir la revista por todo el país, y un camión nocturno llegar a Mercedes, mi pueblo, y el quiosquero darme un ejemplar, y yo ir hasta la página cinco y ver mi chiste, y ver mi nombre y mi apellido impresos. Todo eso había ocurrido en secreto durante quince días hábiles del año 1982. Todas esas magias habían pasado sin distracciones, con la serenidad de los milagros. Y entonces yo supe, con toda la fuerza de un chico, que esas eran las cosas que tenían que pasarme en la vida. No fue un deseo. Fue una certeza extraña y conmovedora de mis diez años. Yo tenía que escribir.

Hernán Casciari